El “rayo de luz” del Espíritu Santo que la liturgia de Pentecostés nos invita a pedir nos ayuda a dirigir nuestra mirada y permite ver las situaciones como Dios las ve. Pero ¿cómo recibir esta luz para tomar decisiones cristianas?
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| Jacob Lund | Shutterstock |
¿De
dónde vendrá el “rayo de luz” del Espíritu Santo que la liturgia de Pentecostés
nos invita a pedir? Apartemos primero toda idea de una iluminación más o menos
milagrosa: “Rezo muy fuerte al Espíritu Santo y luego, cuando abra la Biblia
por cualquier página, ¡encontraré la respuesta a mis problemas!”. En efecto, la
luz del Espíritu Santo es primero la de la razón y la fe, dos luces divinas que
el Padre da a todos sus hijos y que no hay que reemplazar, sino utilizar
correctamente: el “rayo” de luz que pedimos es el que dirigirá nuestra mirada,
permitiéndonos ver las situaciones como Dios las ve, en su lógica natural y
sobrenatural.
Un
ejemplo: después de su escolarización, un joven puede pedir al Espíritu Santo
que le aclare sobre su orientación futura; no le pide que escoja en su lugar
entre hacerse médico o ingeniero, sino que lo devuelva a la lógica de su
bautismo para que su decisión se inscriba en una voluntad incondicional de
seguir a Cristo. Y para ello, hace falta que el Espíritu Santo “lave las
manchas, infunda calor de vida en el hielo, dome el espíritu indómito, guíe al
que tuerce el sendero”. Pero ¿cómo recibir esta luz del Espíritu Santo?
Las tres instancias a las que recurrir
para cualquier decisión cristiana
Jesús nos ha señalado tres lugares de su efusión y, por
consiguiente, tres instancias a las que recurrir para tomar cualquier decisión
cristiana.
- La primera es la conciencia de su discípulo, esta facultad de juzgar las situaciones a la luz de Dios: “El Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad” (Jn 16, 13).
- La
segunda es la palabra de Dios, que “no puede ser anulada” (Jn 10, 35).
- La
tercera es la Iglesia, tal y como Jesús la estableció sobre Pedro y los
Apóstoles “revestidos con la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24, 49).
Concretamente, esto quiere decir que, para tomar una decisión ante
Dios, debemos primero ponernos en la intención fundamental de seguir a Jesús de
cualquier manera (un buen retiro puede ser beneficioso). Luego, de entre las
diferentes hipótesis razonables, buscaremos la que nos parezca más coherente
con lo que la Escritura nos dice de ello para conducirnos a Cristo. Sin duda,
la Escritura no nos habla directamente del médico o del ingeniero, pero sí
habla de las implicaciones de vida eterna implicadas en ambas profesiones.
Por último, verificaríamos si la decisión es coherente con lo que
la Iglesia vive y enseña hoy día. Ciertamente, no corresponde al obispo decidir
si debemos ser ingeniero en vez de médico, pero formamos parte de una comunidad
cristiana cuyas opciones fundamentales deben integrarse en nuestras opciones
personales. Pensemos, por ejemplo, en la importancia de una presencia de la
Iglesia en las profesiones de la salud o en la de su doctrina social en la vida
de una empresa. En este sentido, una vocación es al mismo tiempo una misión y,
si se discierne en esta triple referencia al Espíritu Santo, podemos estar
seguros de que Él estará ahí, con sus “siete dones sagrados”, para permitirnos
vivirla “por la gloria de Dios y la salvación del mundo”.
Padre Max Huot de Longchamp
Fuente: Edifa






