En este mes de mayo, no olvidemos que la ternura maternal de la Virgen nos acompaña en todos los momentos de nuestra vida, incluso los más prosaicos
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© P.M WYSOCKI / LUMIÈRE DU MONDE |
Jesús
nos dio a su madre y no en cualquier momento: justo antes de morir (Jn 19,
26-27). María, por la Cruz, y por nosotros también, se convirtió en madre de la
Iglesia. Nos es dada para ser cerca de nosotros el signo discreto de la
solicitud del Padre, para conducirnos hacia Jesús, para abrirnos a la acción
del Espíritu Santo: ella misma, la Inmaculada, estuvo disponible para ello a lo
largo de toda su vida.
En la tierra, María cuidó de
Jesús como la mejor y más amante de las madres. No dudemos de que ella cuida de
nosotros de la misma manera. Pidámosle, confiémosle todas nuestras
preocupaciones, pequeñas o grandes, todas nuestras inquietudes, desde las más
espirituales a las más prosaicas: nuestras dificultades para rezar, por
ejemplo, o nuestros problemas familiares e incluso las cuestiones “meramente
materiales” que asedian nuestras mentes de hombres y mujeres sumergidos en el
torbellino de la vida cotidiana, del estilo a: “¿Qué hago de cenar esta
noche?”. La Santísima Virgen no hará la cena por nosotros, está claro, y
tampoco nos dará una fórmula mágica para cocinar un plato suculento, pero si le
confiamos esta inquietud, ella nos descargará del peso: en vez de estar
preocupados, estaremos disponibles a lo que el Señor nos pida aquí y ahora.
Apoyémonos en la Virgen para caminar hacia Jesús
María es atenta a nuestras
necesidades, como lo fue hacia los invitados de Caná. Y, como en Caná, ella
intercede por nosotros (Jn 2, 3). Todas nuestras peticiones, todas nuestras
oraciones, las lleva a Jesús. Cuando recitamos el rosario y repetimos: “Dios te
salve, María”, somos como niños pequeños que necesitan sostener la mano de su
madre para avanzar. Nos confiamos a la intercesión de María, nos apoyamos en
ella para caminar hacia Jesús. Nos dejamos llevar por su oración: para un niño,
ser llevado por su madre es el mejor medio para avanzar rápidamente, sin riesgo
de caer, incluso cuando está cansado o cuando no conoce el camino.
El mes de mayo nos invita a
entrar en la escuela de María. Y si hace falta recitar el rosario durante ese
mes, muy particularmente por los niños y con ellos, es debido a “la riqueza de
esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración popular, pero
también la profundidad teológica de una oración adecuada para quien siente la
exigencia de una contemplación más intensa”, decía san Juan Pablo II en su
carta apostólica Rosarium Virginis Mariae. Hay mil ocasiones para decir el
rosario: a solas o con otros, en el silencio de una iglesia o en el bullicio de
la calle, por la mañana o por la noche, con la familia reunida en el rincón de
oración o dentro de la cama en las horas de insomnio… Los días de cansancio,
podemos decirlo casi sin pensar, como una llamada de amor y de confianza,
repetida una y otra vez.
María nos pide cumplir con la voluntad
del Señor
“Hagan todo lo que él les diga”:
estas son las últimas palabras de María que recogieron los evangelistas y las
únicas que se dirigen a nosotros (Jn 2, 5). Estas pocas palabras dicen todo lo
que María quiere enseñarnos: apoyarnos en su ternura no es estar de brazos
cruzados o hacer cualquier cosa, pensando que ella corregirá nuestros errores.
El abandono entre las manos de María no es un aliento a la pereza espiritual.
¡Al contrario!
En Caná, María intercede ante su
hijo, pero dice luego a los sirvientes: “Hagan todo lo que él les diga”.
Igualmente, ella intercede por nosotros, pero nos pide al mismo tiempo cumplir
concretamente la voluntad del Señor. Y cuanto más cerca estemos de María, más
nos hace comprender que lo único que cuenta de verdad, lo único que tenemos que
intentar constantemente es “hacer todo lo que Él nos diga”.
Christine Ponsard
Fuente: Edifa