10 – Junio. Jueves de la X semana del Tiempo Ordinario
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Porque os digo que si vuestra
justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el
reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el
que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la
cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”,
tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la
condena de la gehenna del fuego. Por tanto, si cuando vas a presentar tu
ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas
contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte
con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone
pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea
que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En
verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo
Comentario
Jesucristo sigue desgranando sus
enseñanzas en el monte de las bienaventuranzas. Los discípulos a sus pies. Y
una multitud de personas de toda condición le escucha sin perder palabra.
Les abre todo un horizonte de
vida, un horizonte que da vida.
Y para ello, les habla del
perdón. No tiene sentido presentarse ante Dios si primero uno no se ha
reconciliado con su hermano. Adelantarse con un gesto de reconciliación, salir
a su encuentro, tener un corazón misericordioso que ve más allá de las torpezas
del otro, es una condición para dar culto a Dios.
Porque toda ofensa entre los
hombres es una ofensa a Dios. Es un modo de decirle a Dios, “esa persona que
está ante mí (marido, mujer, hermano, amigo, compañero de trabajo, vecino, sea
quien sea) no es buena, no es un regalo, un don para mí. Te has equivocado al
crearla y ponerla junto a mí”.
Y la ofensa solo se supera
mediante el perdón. Pero el perdón no consiste en olvidar, en ignorar lo que ha
sucedido. La ofensa tiene que ser reparada, sanada. Ya que es una herida
causada en el propio corazón y en el de los demás.
El perdón nos lleva a la
reconciliación, a una renovación de la relación que se ha roto. A poder mirar
de nuevo a los ojos de la otra persona y rehacerla en esa mirada. Cuando
perdonamos le estamos dando la posibilidad de nacer de nuevo, de renovarla, de
devolverle la originalidad perdida. Le estamos diciendo: “Esa torpeza, esa
ofensa, no te identifica. Tú eres un don de Dios para mí y quiero renovarte con
mi perdón”.
Perdonar se convierte así en un
acto que da gloria y alabanza a Dios.
Ahora bien, el perdón solo se
puede conseguir mediante la comunión con aquel que ha cargado con nuestras
culpas y nos ha perdonado total y radicalmente. Como señala Benedicto XVI, el
perdón es una oración cristológica: “Nos recuerda a Aquel que por el perdón ha pagado
el precio de descender a las miserias de la existencia humana y a la muerte en
la cruz”[1].
Solo en Jesucristo somos capaces
de perdonar, y dar así el culto agradable a Dios en nuestro día a día. Por el
perdón nos introducimos en el amor de Dios.
[1] Joseph Ratzinger / Benedicto XVI, Jesús
de Nazaret, I. Desde el bautismo a la transfiguración, La Esfera de los
Libros,Madrid, 2007, p. 196.
Luis Cruz
Fuente: Opus Dei