Los ángeles existen. Están aquí,
entre nosotros. Aunque no puedan hablar con libertad. Aunque tengan que
sacrificarse para poder seguir cuidando de quienes les rodean: los enfermos y
desvalidos a los que se deben
 |
Revista Ecclesia.com |
Uno de esos ángeles está en Dschang (Camerún) dirigiendo un
hospital, y viste el hábito de las Siervas de María Ministras de los
Enfermos. Su nombre: Pilar Cobreros Brime. Su «vocación»: los demás, los
últimos. La hermana Pilar, zamorana, 58 años, participó la semana pasada en la
presentación de la memoria anual de Manos Unidas. Allí habló del hospital de
Notre Dame de la Sante puesto en marcha por su congregación hace seis años, que
ella misma dirige. Camerún es escenario desde hace un lustro de una guerra
interna de la que prácticamente nadie habla. El conflicto enfrenta al gobierno
central, liderado por el eterno presidente Paul Biya (39 años en el poder y un
mandato de siete años por delante) y a la guerrilla de las provincias
anglófonas del noroeste que persigue la independencia. Matanzas, desplazados,
odios cada vez más intensos y, sobre todo, mucho sufrimiento.
—Hermana, ¿cómo están ahora las
cosas en su hospital? —Hoy, como es sábado, bien, un poquito más tranquilas.
—¿Y dónde está el centro
exactamente?
—En Batsengla, un pueblecito situado cerca de la ciudad de Dschang. Somos el
hospital de referencia en una zona rural para 13.358 personas. Vinimos a esta
zona por la carencia de estructuras sanitarias que había. Dschang es una ciudad
de 224.000 habitantes situada en la parte francófona. Esta ciudad fue la que
tuvo la primera universidad del país. En la parte anglófona la congregación
está presente en otras dos ciudades: Bamenda y Widikum.
—¿Cuándo llegó su congregación a
Camerún?
—En 1970. Fuimos a trabajar con los Hermanos de San Juan de Dios a su clínica
de Nguti. Y luego empezamos a fundar nuestras propias casas. En 1986 fundamos
la de Widikum, y en el 2000 la de Bamenda, Nuestra comunidad de Batsengla se
creó en 2010, y el hospital lo pusimos en marcha en 2015. Aquí, en Batsengla,
somos 18 en total, pero vinculadas directamente al hospital, solo ocho; el
resto están aún formándose. Estamos dos españolas —sor Ángela Egaña, vasca, y
una servidora—, una dominicana, la madre Teodora, y las demás son ya
camerunesas. La mayoría ya son de aquí, misioneras quedamos muy poquitas: una o
dos en cada comunidad.
—¿Y cómo es su hospital? Hábleme
un poco de él.
—Grande. Tiene dos plantas y cien camas. En él trabajan 65 personas entre
médicos (cuatro, todos cameruneses), enfermeros, voluntarios y personal de
mantenimiento. Cada planta tiene tres salas grandes para hombres, mujeres y
niños. Unas salas tienen ocho camas, otras doce. Y luego hay, aparte, cuartos
privados, que la gente pide y paga: diez en total. Tenemos una maternidad, sala
de partos, tres quirófanos, salas de ecografía, radiografía y mamografía, cuatro
consultas, laboratorio, sala de rehabilitación y un pequeño comedor. El
hospital sale adelante gracias a la congregación y la cooperación
—Reciben ayuda, entre otros, de
Manos Unidas, ¿verdad?
—Sí. Manos Unidas es como nuestra casa. No lo digo por adular, es que nos ha
apoyado siempre que lo hemos necesitado. Mira, cuando llegamos aquí la gente
nos demandaba especialidades, y gracias a la cooperación internacional y al
voluntariado hemos podido crearlas: traumatología, ginecología, oftalmología,
diabetes e hipertensión y, a partir de septiembre, si Dios quiere, urología. La
gente pobre también tiene derecho a poder recibir consulta de un especialista.
Los pobres son nuestra prioridad. La gente sencilla ha de ser tratada como
personas, sin verse rechazadas por no tener dinero.
—¿Ha trastocado mucho allí la
vida la covid-19?
—Sí, muchísimo: a nivel hospitalario, a nivel social y, sobre todo, a nivel
económico. A nivel hospitalario la gente ha desaparecido: no quieren venir ni
por recomendación. Nos ha costado mucho recobrar la confianza, porque creen que
si vienen se van a contagiar. En la primera ola, de los trescientos y pico
tests que pudimos hacer, dieron positivo 132 personas. De estas hubo 50
pacientes graves o muy graves. En nuestro centro murieron nueve, aunque
desconozco el número total de fallecidos porque hubo que transferir a muchos a
otros hospitales. Nosotras, que en esos días habíamos estado al pie del cañón,
nos libramos y no enfermamos, pero luego, en la segunda ola, caímos 25. Gracias
a Dios nos recuperamos todas, aunque tuvimos que pasar dos semanas encerradas.
Yo lo pasé en febrero y aún no he recuperado el olfato.
—La OMS dice que la covid está
aumentando mucho en África. ¿Siguen teniendo ustedes contagios? ¿Está lo peor
aún por llegar?
—Sinceramente, si no se pone muy feo esto, yo no lo veo tan mal. La primera ola
nos pilló desprevenidas y sin medios. Sobre si hay contagios ahora, no te puedo
responder: llevamos dos meses sin poder hacer test porque no tenemos recursos.
Seguimos con las mascarillas, la distancia de seguridad y el lavado de manos.
Esos son nuestros tres pilares para combatir esto.
—¿Tienen ustedes vacunas? ¿Están
ya vacunando?
—No, todavía no. Hoy mismo hemos recibido una carta del ministro de Sanidad en
la que por primera vez se nos habla de vacunación. Es la primera información
oficial que tenemos al respecto. Se nos dice que nos van a enviar dosis a todos
los hospitales para que podamos vacunar masivamente. Las dos que creemos están
circulando en el distrito son la de AstraZeneca y la china.
—Tengo entendido que la gente es
reacia a las vacunas en general y a esta en particular…
—Sí, mucho. Nos cuesta mucho convencerla y sensibilizarla. Hay cierto prejuicio
sobre algunas vacunas, como la del neumococo cuando empezó, y ahora, la de la
covid. La gente es muy supersticiosa. Las personas mayores dicen que no hay
covid, que esto es algo del hombre blanco y que lo único que queremos es
hacerles daño. Y los mayores tienen mucha influencia en la gente joven. Es un
mundo muy distinto del nuestro. Hay que convencerlos, decirles que de verdad
hay que erradicar esta enfermedad porque, si no, no se van a poner nunca
buenos. Nos vacunamos nosotros delante de ellos. La ola de la covid en Camerún
no ha sido ni sombra de la que ha habido en Europa, porque si viene una ola así
aquí, no quedamos nadie.
—¿No han combatido allí la covid
con cloroquina?
—No lo sé. Aquí lo que ha tenido mucho éxito es un producto que creo hemos
tomado todo el mundo y te lo quitan de las manos. Lo sacó monseñor Kleda, el
arzobispo de Douala, que es biólogo de profesión y tiene mucha formación en
hierbas y productos naturales, pues su padre era doctor en medicina tradicional.
Ese producto te expande las vías respiratorias y si no cura, al menos aminora
muchísimo los síntomas. Él lo ha dado a todo el mundo gratuitamente. El nuestro
fue uno de los hospitales que eligió la diócesis para distribuirlo.
—Me decía antes que la covid ha
afectado también a la economía.
—Muchísimo. Los precios han subido tremendamente, se han duplicado. Nosotras
estamos sufriendo mucho con la medicación, que es muy escasa y mucho más cara.
El saco de arroz, que estaba a 9.000 u 11.000 francos, ahora está a 19.000. ¡Y
el arroz es la base de la alimentación!
—Ustedes reparten comida a
familias desplazadas por la guerra. ¿Está la gente pasando hambre?
—Hambre, como tal, no. Pero hay carestía y la dieta que llevan es pésima. La
comida que puede hacer una familia es un puñadito de arroz con una salsita. Con
las ayudas que recibimos, estamos ayudando a 52 familias. Cada tres meses les
damos una serie de alimentos que compramos, pero ¡ahora mismo ha subido todo
tanto! La mayoría de desplazados es gente joven que ha venido de la parte
anglófona porque quieren seguir estudiando y las escuelas allí llevan mucho
tiempo cerradas. Les ayudamos tanto con comida como con la escolarización.
Por José Ignacio Rivarés
Fuente: Revista Ecclesia