XII. El cisma de Oriente
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El teólogo responde |
En el siglo VII, como
consecuencia de la expansión musulmana, tres de los cuatro Patriarcados
orientales cayeron en poder del Islam: Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Por
eso, el Oriente cristiano se identificó desde entonces con la Iglesia griega o
bizantina, es decir, el Patriarcado de Constantinopla y las iglesias nacidas
como fruto de su acción misionera, que le reconocían una primacía de
jurisdicción o al menos de honor. Estas cristiandades que giraban en la órbita
de Constantinopla integraban la Iglesia greco?oriental.
El Cristianismo sufrió la impronta de la contraposición entre Oriente y
Occidente, cultura griega y latina. Constantinopla se convirtió en el principal
Patriarcado del Oriente cristiano, émulo del Pontificado romano, estrechamente
vinculado al Imperio de Bizancio, mientras Roma se alejaba cada vez más de este
y buscaba su protección en los emperadores francos o germánicos. En este
contexto de creciente frialdad entre las dos Iglesias, las fricciones y
enfrentamientos jalonaron un largo proceso de debilitamiento de la comunión
eclesiástica.
Las relaciones entre Roma y Constantinopla experimentaron ya una primera
ruptura en el siglo V: el cisma de Acacio, que estuvo motivado por las
proclividades monofisitas de este patriarca (482) y que se prolongó durante
treinta años. Más prolongadas fueron las repercusiones del problema de la
inconoclastía. Como es sabido, León III Isáurico un gran emperador que salvó a
Bizancio de la amenaza árabe dio origen a una grave crisis religiosa, que
alteró durante más de un siglo la vida del Oriente cristiano: en 726 prohibió
la veneración de las imágenes sagradas y poco después ordenó su destrucción.
León III pretendió que el Papa sancionase sus edictos iconoclastas y ante la
rotunda negativa tomó represalias contra la Iglesia romana. En todo caso, las
luchas de las imágenes no resultaron desfavorables para las relaciones entre
los cristianos orientales y Roma: los defensores de las imágenes entre los que
se contaban los monjes y la gran masa del pueblo dirigieron sus miradas hacia
el Papado en busca de apoyo.
El patriarca Focio, a pesar de que sabía que abriría un abismo entre griegos y
latinos, convirtió en problema la cuestión de la procedencia de la segunda
persona de la Santísima Trinidad. De este modo, las diferencias entre griegos y
latinos no serían, en adelante, solamente disciplinares y litúrgicas, sino
también dogmáticas, con lo que la unidad de la Iglesia quedaba
irremediablemente comprometida. Puede afirmarse, en suma, que Focio, un sabio
eminente que personificó el genuino espíritu eclesiástico de Constantinopla,
contribuyó como nadie a preparar los ánimos para el futuro cisma oriental.
El cisma llegó, sin excesivo dramatismo, en los comienzos de la época
gregoriana. Los violentos sentimientos antilatinos del patriarca de
Constantinopla Miguel Cerulario y la incomprensión de la mentalidad bizantina
por parte de los legados papales Humberto de Silva Candida y Federico de
Lorena, enviados para negociar una paz eclesiástica, fueron los factores inmediatos
de la ruptura. Humberto depositó una bula de excomunión, el 16 de Julio de
1054, sobre el altar de la catedral de Santa Sofía; Cerulario y su sínodo
patriarcal respondieron el 24 del mismo mes excomulgando a los legados y a
quienes les habían enviado. El Cisma quedaba así formalmente abierto, aunque
cabe pensar que muchos contemporáneos y quizá los propios protagonistas del
episodio pudieron creer que se trataba de un incidente más de los muchos
registrados hasta entonces en las difíciles relaciones entre Roma y
Constantinopla. Lo que parece indudable es que, para la masa del pueblo
cristiano griego y latino, el comienzo del cisma de Oriente pasó del todo
inadvertido.
El correr del tiempo descubrió a los cristianos la existencia de un auténtico
cisma, que había interrumpido la comunión eclesiástica de la Iglesia griega con
el Pontificado romano y la Iglesia latina. La vuelta a la unión constituyó
desde entonces un objetivo permanente de la Cristiandad. La promovieron
Pontífices, la desearon en Constantinopla emperadores y hombres de Iglesia, se
celebraron concilios unionistas y hubo momentos como en el concilio II de Lyon
(1274) y el de Florencia (1439) en que pareció que se había logrado. No era
realmente así, pero tan sólo la caída de Constantinopla en poder de los turcos
y la desaparición del Imperio bizantino (1453) pusieron fin a los deseos y a
las esperanzas de poner término al cisma de Oriente y reconstruir la unidad
cristiana.
Por: Concepción Carnevale
Fuente: Catholic.net