La Misa fue presidida por Mons. Rino Fisichella, quien leyó la homilía preparada por el Papa Francisco
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Misa en la Basílica de San Pedro. Foto: Captura Vatican Media |
Más de 2.000 personas participaron este domingo 25 de julio a una
Misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano con ocasión de la primera Jornada
Mundial de los abuelos y de las personas mayores que se celebrará cada año el
cuarto domingo de julio, en la cercanía a la fiesta de los santos Joaquín y
Ana, los abuelos de Jesús.
El tema de esta primera Jornada Mundial de los abuelos y de las
personas mayores fue “Yo estoy contigo todos los días” y para la ocasión el
Papa Francisco escribió un mensaje y el Dicasterio para los
Laicos, Familia y Vida preparó una oración.
En representación del Santo Padre, la Misa fue presidida por el
presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, Mons. Rino
Fisichella, quien leyó la homilía preparada por el Papa Francisco.
Mientras estaba sentado enseñando, «al levantar la vista, Jesús
vio que una gran multitud acudía a él, y le preguntó a Felipe: “¿Dónde
compraremos pan para que coma esta gente?”» (Jn 6,5).
Jesús no se limita a enseñar, sino que se deja interrogar por el hambre que
anida en la vida de la gente. Y, de ese modo, da de comer a la multitud
distribuyendo los cinco panes de cebada y los dos pescados que un muchacho le
ofreció. Al final, como sobraron bastantes pedazos de pan, les dijo a los
suyos que los recogieran, «para que no se pierda nada» (v. 12).
En esta Jornada, dedicada a los abuelos y a los mayores, quisiera
detenerme precisamente en estos tres momentos: Jesús que ve el hambre de la
multitud; Jesús que comparte el pan; Jesús que ordena recoger los pedazos
sobrantes. Tres momentos que se pueden resumir en tres verbos: ver, compartir, custodiar.
Ver. El Evangelista Juan, al principio de la
narración, señala este particular: Jesús levanta los ojos y ve a la multitud
hambrienta después de haber caminado mucho para encontrarlo. Así inicia el
milagro, con la mirada de Jesús, que no es indiferente ni está atareado, sino
que advierte los espasmos del hambre que atormentan a la humanidad cansada. Él
se preocupa por nosotros, nos cuida, quiere saciar nuestra hambre de vida, de
amor y de felicidad. En los ojos de Jesús descubrimos la mirada de Dios: una
mirada que es atenta, que escudriña los anhelos que llevamos en el corazón,
que ve la fatiga, el cansancio y la esperanza con las que vamos adelante. Una
mirada que sabe captar la necesidad de cada uno. A los ojos de Dios no existe
la multitud anónima, sino cada persona con su hambre. Jesús tiene una mirada
contemplativa, es decir, capaz de detenerse ante la vida del otro y
descifrarla.
Esta es también la mirada con la que los abuelos y los mayores
han visto nuestra vida. Es el modo en el que ellos, desde nuestra infancia, se
han hecho cargo de nosotros. Habiendo tenido una vida a menudo muy sacrificada,
no nos han tratado con indiferencia ni se han desentendido de nosotros, sino
que han tenido ojos atentos, llenos de ternura. Cuando estábamos creciendo y
nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se
fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en
nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos
hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y
es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos.
Y nosotros, ¿qué
mirada tenemos hacia los abuelos y los mayores? ¿Cuándo
fue la última vez que hicimos compañía o llamamos por teléfono a un anciano
para manifestarle nuestra cercanía y dejarnos bendecir por sus palabras? Sufro
cuando veo una sociedad que corre, atareada e indiferente, afanada en tantas
cosas e incapaz de detenerse para dirigir una mirada, un saludo, una caricia.
Tengo miedo de una sociedad en la que todos somos una multitud anónima e
incapaces de levantar la mirada y reconocernos. Los abuelos, que han alimentado
nuestra vida, hoy tienen hambre de nosotros, de nuestra atención, de nuestra
ternura, de sentirnos cerca. Alcemos la mirada hacia ellos, como Jesús hace
con nosotros.
Compartir. Después de haber visto el
hambre de aquellas personas, Jesús desea saciarlas. Y lo hace gracias al don
de un muchacho joven, que ofrece sus cinco panes y los dos peces. Es muy
hermoso que un muchacho, un joven, que comparte lo que tiene, esté en el
centro de este prodigio del que se benefició tanta gente adulta —unas cinco
mil personas—.
Hoy tenemos necesidad de una nueva alianza entre los jóvenes y
los mayores, de compartir el común tesoro de la vida, de soñar juntos, de
superar los conflictos entre generaciones para preparar el futuro de todos. Sin
esta alianza de vida, de sueños y de futuro, nos arriesgamos a morir de
hambre, porque aumentan los vínculos rotos, las soledades, los egoísmos, las
fuerzas disgregadoras. Frecuentemente, en nuestras sociedades hemos entregado
la vida a la idea de que “cada uno se ocupe de sí mismo”. Pero eso mata.
El Evangelio nos exhorta a compartir lo que somos y lo que
tenemos, ese es el único modo en que podemos ser saciados. He recordado muchas
veces lo que dice a este propósito el profeta Joel (cf. Jl 3,1): Jóvenes y
ancianos juntos. Los jóvenes, profetas del futuro que no olvidan la historia
de la que provienen; los ancianos, soñadores nunca cansados que trasmiten la
experiencia a los jóvenes, sin entorpecerles el camino. Jóvenes y ancianos,
el tesoro de la tradición y la frescura del Espíritu. Jóvenes y ancianos
juntos. En la sociedad y en la Iglesia: juntos.
Custodiar. Después de que todos
comieron, el Evangelio refiere que sobraron muchos pedazos de pan. Ante esto,
Jesús da una indicación: «Recojan los pedazos que han sobrado, para que no se
pierda nada» (Jn 6,12).
Es así el corazón de Dios, no sólo nos da mucho más de lo que necesitamos,
sino que se preocupa también de que nada se desperdicie, ni siquiera un
fragmento. Un pedacito de pan podría parecer poca cosa, pero a los ojos de
Dios nada se debe descartar. Es una invitación profética que hoy estamos
llamado a hacer resonar en nosotros mismos y en el mundo: recoger, conservar con cuidado,
custodiar.
Los abuelos y los mayores no son sobras de la vida, desechos que
se deben tirar. Ellos son esos valiosos pedazos de pan que han quedado sobre la
mesa de nuestra vida, que pueden todavía nutrirnos con una fragancia que hemos
perdido, “la fragancia de la memoria”. No perdamos la memoria de la que son
portadores los mayores, porque somos hijos de esa historia, y sin raíces nos
marchitaremos. Ellos nos han custodiado a lo largo de las etapas de nuestro
crecimiento, ahora nos toca a nosotros custodiar su vida, aligerar sus
dificultades, estar atentos a sus necesidades, crear las condiciones para que
se les faciliten sus tareas diarias y no se sientan solos.
Preguntémonos: “¿He visitado a los abuelos? ¿a los mayores de la
familia o de mi barrio? ¿Los he escuchado? ¿Les he dedicado un poco de
tiempo?”. Custodiémoslos, para que no se pierda nada. Nada de su vida ni de
sus sueños. Depende de nosotros, hoy, que no nos arrepintamos mañana de no
haberles dedicado suficiente atención a quienes nos amaron y nos dieron la
vida.
Hermanos y hermanas, los abuelos y los mayores son el pan que alimenta
nuestras vidas. Estemos agradecidos por sus ojos atentos, que se fijaron en
nosotros, por sus rodillas, que nos acunaron, por sus manos, que nos
acompañaron y alzaron, por haber jugado con nosotros y por las caricias con
las que nos consolaron. Por favor, no nos olvidemos de ellos. Aliémonos con
ellos. Aprendamos a detenernos, a reconocerlos, a escucharlos. No los
descartemos nunca. Custodiémoslos con amor. Y aprendamos a compartir el tiempo
con ellos. Saldremos mejores. Y, juntos, jóvenes y ancianos, nos saciaremos en
la mesa del compartir, bendecida por Dios.
Fuente: ACI Prensa