6 – Agosto. Viernes. Transfiguración del Señor
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Seis días más tarde Jesús toma
consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, sube aparte con ellos solos a un monte
alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les
aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la
palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer
tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué
decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz
de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al mirar
alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban
del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el
Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y
discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Comentario
Hoy celebramos la fiesta de la
Transfiguración del Señor. El motivo por el cual esta fiesta se fijó el 6 de
agosto es porque se puso en relación con la fiesta de la Exaltación de la Santa
Cruz, el día 14 de septiembre: Pasan 40 días entre ambas fiestas. En algunas
tradiciones, conforman como una segunda cuaresma. De este modo, la Iglesia
bizantina vive este periodo como un tiempo de ayuno y de contemplación de la
Cruz. Nos muestra que están muy ligadas la manifestación de la gloria de Dios
con Su pasión y muerte en la Cruz.
La fiesta de hoy relaciona la
divinidad de Cristo con la Cruz de Cristo. Es de gran importancia por el
contenido doctrinal que nos enseña a cada uno de los cristianos. Nos muestra
una de las ideas más importantes de nuestra fe: la divinización del hombre por
puro don gratuito de Dios.
Está muy relacionado con la
Eucaristía, pues como ocurre en la Transfiguración, nos revestimos de Cristo,
nos divinizamos cuando recibimos el Cuerpo de Cristo. Jesús nos invita a
recibirle en la Eucaristía, como invitó a Pedro, a Santiago y a Juan a la
Transfiguración. Y quiere que le digamos lo mismo que Pedro: ¿qué bien se está
aquí, Señor? Él nos espera en el sagrario. Él está allí para nosotros.
Jesús quiere mostrarnos el cielo
en la tierra. A través de los sacramentos, los cristianos recibimos la gracia
que nos impulsa hacia el Cielo. Por pura bondad de Dios, el hombre es capaz de
Dios. Un don, un privilegio para el hombre, un premio inmerecido que cada
hombre puede alcanzar aquí en la tierra.
Cada uno de nosotros, podemos
alabar a Dios cada día a través de nuestra oración personal. San Josemaría
escribía “¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en
la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación!
¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!”
Hemos de oírlo, y dejar que su vida y enseñanzas divinicen nuestra vida
ordinaria.
Este don de Dios, esta gracia
recibida sin mérito alguno, es un regalo que Dios nos da para hacernos felices.
El motivo por el cual Dios se hace hombre y hace al hombre capaz de Dios, es
porque quiere lo mejor para nosotros, quiere nuestra felicidad. “El camino de
Jesús siempre nos lleva a la felicidad, habrá en medio una cruz o las pruebas,
pero al final nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña. Nos
prometió la felicidad y nos la dará si seguimos su camino”. (Papa Francisco).
Podemos en esta fiesta, impulsar
nuestros deseos de unirnos a Dios, como hicieron Pedro, Santiago y Juan, y como
hicieron todos los santos. “Vultum tuum, Domine, requiram” (Ps. 26, 8),
buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el
momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo
imágenes oscuras... sino cara a cara (I Cor. 13, 12). Sí, mi corazón está
sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Ps.
41,3)” (San Josemaría)
Aprovechemos esta fiesta para
agradecer a Dios tantos dones recibidos aquí en la tierra. Pidámosle a Jesús,
ser dignos de tales méritos. Que nos haga estar prontos a 'perder la propia
vida', donándola para que todos los hombres sean salvados, y para que nos
reencontremos en la felicidad eterna.
Pablo Erdozáin
Fuente: Opus Dei






