En medio de ese camino variopinto por el que me apresuro, Jesús que sale a mi encuentro allí donde me encuentro
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Unsplash - CC0 |
Jesús es quien llega a mi vida, no soy yo el que logro atravesar
distancias para tocar su piel. Es Él quien está en camino
continuamente buscándome.
Hoy lo describe así el evangelista: «En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio
de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis».
Jesús no permanece quieto, esperando a que alguien llegue hasta
Él. Me gusta este Jesús inquieto, caminante, peregrino. No le basta con lo que
ya ha conquistado.
Se abre, se ofrece, se acerca al que está lejos porque tiene mucho
que decir, mucho que escuchar, mucho que sanar.
Me gusta esa forma de mirar las cosas, nunca es suficiente para
Él. Es así cómo Jesús llega a mi vida en la tierra, y se acerca a ese lugar
donde yo me encuentro, en medio de la cotidianeidad de mis días.
Comenta el P. Kentenich: «Tengo que caminar con Dios a través del
quehacer cotidiano. Y por mi quehacer cotidiano, no por el quehacer cotidiano
del religioso o de la religiosa. Ellos tienen otro quehacer cotidiano. Por
tanto, por así decirlo, tengo que ir con Dios a la olla de cocina. Pero tengo
que ir con él. Es decir, no veo sólo la olla sino que veo en ella a Dios. O
bien, tengo que ir con Dios al trabajo».
En mi quehacer diario, en mi trabajo, en lo más mundano está
presente Jesús. A menudo pienso que los grandes encuentros con Él se darán
cuando participe en una actividad religiosa, o esté en silencio rezando en una
capilla.
Como si ese fuera el lugar por excelencia para que me hable Dios.
No es así. Jesús aparece caminando en mi vida cuando menos lo espero. Tal vez
por eso me gusta tanto caminar y llegar a lugares nuevos, desconocidos.
Y allí me encuentro con Dios oculto en lo cotidiano. En medio de
mis pasos, del cansancio, de los miedos y de las dudas. El camino fascina y a
la vez puede confundirme.
Creía que estaba cerca de la meta, era sólo apariencia,
súbitamente veo que todo se alarga.
Me encuentro con un desvío, comienzo una subida, llego a una nueva
bajada, me adentro en un bosque inmenso, atravieso un campo de girasoles; cruzo
un río sobre un puente antiguo, camino junto al cauce contemplando sus aguas,
asciendo un monte que no me dejaba ver el pueblo que sueño; me adentro en un
camino lleno de barro, descubro ante mí un cielo que amenaza tormenta, siento
el agua cayendo sobre mí sin encontrar un lugar cubierto donde secarme.
El camino está siempre lleno de imprevistos, de sorpresas, de
desvíos, de atajos. En el camino suceden tantas cosas al mismo tiempo. Se
despierta el hambre en mi corazón y encuentro el alimento.
Me detengo abrumado por el cansancio y el descanso me anima a
seguir caminando. Disfruto de la misma manera la pausa y la prisa. Habitan en
mí a la vez las ganas de llegar a la meta marcada para ese día y el deseo de
vivir el presente. En el camino sucede la vida.
Sé que no es la meta lo importante, aunque la desee. Y asumo que
tampoco es fundamental el lugar que abandono para ponerme en camino. Meta y
lugar presente son partes de una misma vida. Cada cosa es importante en el
momento en el que sucede.
Y yo intento retener el presente en una foto que me recuerde lo
vivido, vagamente al menos. Y acaricio cada foto porque tiene un significado,
asociado al momento, con sus olores, sonidos y silencios.
En medio de ese camino variopinto por el que me apresuro, Jesús
que sale a mi encuentro allí donde me encuentro. Allí donde camino sin agobios
ni prisas. El camino vale la pena en sí mismo.
Es el lugar de descanso en el que me detengo y el lugar de paz en
el que me recupero de todas mis prisas pasadas.
Soy caminante y peregrino, pero asumo que no estoy de paso en esta
vida, aunque es verdad, lo quiera o no, todo pasa y se vuelve pasado, historia,
recuerdos y fotos llenas de olores y luces que la cámara torpemente guarda.
En mi camino el cansancio halla su descanso. Y la lluvia cesa
dejando peso al calor del sol que todo lo seca. Me gusta caminar con un
sentido, con una meta, con un fin.
Me gusta querer llegar a mi final sin demasiadas prisas. No hace
falta que me apresure demasiado para ser peregrino. Tal vez nadie me espere y
no tengo nada que hacer cuando llegue.
Vale la pena vivir cada segundo, no tengo agenda. Aprendo así a
apurar la copa de la vida soñando alto, con los pies en la tierra y la mirada
vuelta al cielo. No me inquieto, no me angustio.
En medio de mis pasos va Jesús caminando, lo veo de cerca y de
lejos. Pasa por mi vida, se detiene a mi lado, porque su misión está junto a mí
y eso me basta para entenderme, para comprender que puedo ir en silencio,
hablando o cantando.
Todo vale porque Él me busca, rompe mis barreras, me sigue y no me
deja solo. Nunca voy a estar solo, eso me queda claro.
Incluso cuando intente huir de su presencia por cualquier motivo.
Él no se apartará y no lograré alejarlo. Recorre toda la tierra hasta ponerse a
mi altura.
Hoy escucho: «El Señor guarda a los peregrinos». Me
guarda a mí que busco la meta de mi camino, que quiero hallar la paz en todo lo
que hago. Jesús
es el peregrino de mi camino.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia