El Papa Francisco presidió este domingo 14 de noviembre una Misa en la Basílica de San Pedro con ocasión de la V Jornada Mundial de los Pobres en la que invitó a transmitir una “mirada de esperanza en el mundo”
| El Debate |
“Llevemos esta mirada de esperanza al mundo. Llevémosla con
ternura a los pobres, sin juzgarlos. Porque allí, junto a ellos, está Jesús;
porque allí, en ellos, está Jesús que nos espera”, advirtió el Santo Padre.
A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
Las imágenes que Jesús usa en la primera parte del Evangelio de
hoy nos dejan consternados: el sol se oscurece, la luna deja de brillar, las
estrellas caen y los poderes celestiales tiemblan (cf. Mc 13,24-25). Pero, un
poco después, el
Señor nos abre a la esperanza, precisamente en ese momento de
oscuridad total el Hijo del hombre vendrá (cf. v. 26), y ya en el presente se
pueden vislumbrar los signos de su venida, como cuando se observa una higuera
que empieza a brotar porque el verano está cerca (cf. v. 28).
El primer aspecto: el dolor de hoy. Estamos dentro de una historia marcada por
tribulaciones, violencia, sufrimientos e injusticias, esperando una liberación
que parece no llegar nunca. Sobre todo, los que resultan heridos, oprimidos y a
veces pisoteados son los pobres, los anillos más frágiles de la cadena. La
Jornada Mundial de los Pobres que estamos celebrando nos pide que no miremos a
otra parte, que no
tengamos miedo de ver de cerca el sufrimiento de los más débiles, para
quienes el Evangelio de hoy es muy actual: el sol de sus vidas frecuentemente
se oscurece a causa de la soledad, la luna de sus esperanzas se apaga, las
estrellas de sus sueños caen en la resignación y su misma existencia queda
alterada. Todo eso a causa de la pobreza que a menudo están forzados a vivir,
víctimas de la injusticia y de la desigualdad de una sociedad del descarte que
corre velozmente sin tenerlos en cuenta y los abandona sin escrúpulos a su
suerte.
Pero, por otra parte, está el segundo aspecto: la esperanza del
mañana. Jesús quiere abrirnos a la esperanza, arrancarnos de la angustia y
del miedo frente al dolor del mundo. Por eso afirma que, justo cuando el sol se
oscurece y todo parece que se hunde, Él se hace cercano. En el gemido de
nuestra dolorosa historia, hay un futuro de salvación que empieza a
brotar. La
esperanza del mañana florece en el dolor de hoy. Sí, la
salvación de Dios no es sólo una promesa del más allá, sino que ya está
creciendo dentro de nuestra historia herida, tenemos todos el corazón enfermo,
historia herida, se abre camino entre las opresiones y las injusticias del
mundo. Precisamente en medio del llanto de los pobres, el Reino de Dios
despunta como las tiernas hojas de un árbol y conduce la historia a la meta,
al encuentro final con el Señor, el Rey del universo que nos liberará de
manera definitiva.
En este momento, preguntémonos, ¿qué se nos pide a nosotros
cristianos ante esta realidad? Se nos pide que alimentemos la esperanza del mañana
aliviando el dolor de hoy. Están vinculados. Si tú nos vas
adelante aliviando el dolor de hoy difícilmente tendrás esperanza mañana. La
esperanza que nace del Evangelio, en efecto, no consiste en esperar pasivamente
que en el futuro las cosas vayan mejor, esto no es posible, sino en realizar hoy de manera concreta la
promesa de salvación de Dios. Hoy, hoy, cada día.
La esperanza cristiana no es ciertamente el optimismo beato, diría
el optimismo adolescente, del que espera que las cosas cambien y mientras tanto
sigue haciendo su propia vida, sino que es construir cada día, con gestos concretos, el Reino del
amor, la justicia y la fraternidad que inauguró Jesús.
La esperanza cristiana, por ejemplo, no ha sido sembrada del
levita y el sacerdote que pasaron delante a aquel herido por los ladrones, no,
fue sembrada por un extraño, un samaritano, que se detuvo y realizó el gesto. Y
hoy la Iglesia nos dice: détente
y siembra esperanza en la pobreza, acércate a los pobres y
siembra esperanza. La esperanza de él, tu esperanza, la esperanza de la
Iglesia.
A nosotros se nos pide esto: que seamos, en medio de las ruinas
cotidianas del mundo, incansables
constructores de esperanza, que seamos luz mientras el sol se
oscurece, que seamos testigos de compasión mientras a nuestro alrededor reina
la distracción, que seamos presencia amante, atenta en medio de la
indiferencia generalizada. Testigos de compasión, nunca podremos hacer el bien
sin pasar por compasión, al máximo haremos cosas buenas pero que no tocan la
vía cristiana porque no toca el corazón, lo que nos hace tocar el corazón es la
compasión, nos acercamos, sentimos compasión y hacemos gestos de ternura.
Precisamente el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. Esto es lo que
se nos pide hoy.
Hace poco recordé algo que repetía un obispo cercano a los
pobres, pobre de espíritu, don Tonino Bello: «No podemos limitarnos a esperar,
tenemos que organizar la esperanza». Tenemos que organizar la esperanza. Si
nuestra esperanza no se traduce en opciones y gestos concretos de atención,
justicia, solidaridad y cuidado de la casa común, los sufrimientos de los
pobres no se podrán aliviar, la economía del descarte que los obliga a vivir
en los márgenes no se podrá cambiar y sus esperanzas no podrán volver a
florecer. A nosotros, especialmente a nosotros cristianos, nos toca organizar
la esperanza, linda esta expresión de don Tonino Bello, organizar la esperanza,
traducirla en la vida concreta de cada día, en las relaciones humanas, en el
compromiso social y político.
Me hace pensar en el trabajo que realizan muchos cristianos con las llamadas,
obras de caridad, el trabajo de la limosnería apostólica, ¿qué se hace allí? Se
organiza la esperanza, no se da una moneda, se organiza la esperanza. Esta es
la dinámica que hoy nos pide la Iglesia.
Hay una imagen de la esperanza que Jesús nos ofrece hoy. Es una
imagen sencilla e indicativa al mismo tiempo, se trata de las hojas de la
higuera, que brotan sin hacer ruido, señalando que el verano se acerca. Y
estas hojas aparecen, subraya Jesús, cuando las ramas se ponen tiernas (cf. v.
28).
Hermanos, hermanas, esta es la palabra que hace surgir la
esperanza en el mundo y que alivia el dolor de los pobres: la ternura.
Compasión que te lleva a la ternura. Nos toca a nosotros superar la cerrazón,
la rigidez interior, que es la tentación de hoy, de los restauradores que
quieren una Iglesia ordenada, toda rígida, esta es la tentación de ocuparnos
sólo de nuestros problemas, para enternecernos frente a los dramas del mundo,
para compadecer el dolor. Como las tiernas hojas del árbol, estamos llamados a
absorber la contaminación que nos rodea y a transformarla en bien. No sirve hablar de los problemas,
polemizar, escandalizarnos —esto lo saben hacer todos—, es
necesario imitar a las hojas que, sin llamar la atención, cada día
transforman el aire contaminado en aire puro. Jesús quiere que seamos
“transformadores de bien”, personas que, inmersas en el aire
cargado que respiran todos, respondan al mal con el bien (cf. Rm 12,21).
Personas que actúan, que parten el pan con los hambrientos, que trabajan por
la justicia, que levantan a los pobres y les restituyen su dignidad. Como hizo
aquel samaritano.
Es hermosa, es evangélica, es joven una Iglesia que sale de sí
misma y, como Jesús, anuncia la buena noticia a los pobres (cf. Lc 4,18). Me
detengo en ese último adjetivo, joven, la juventud de sembrar esperanza.
Esta es una Iglesia profética, que con su presencia dice a los
desalentados y a los descartados del mundo: “Ánimo, el Señor está cerca,
también para ti hay un verano que brota en el corazón del invierno. También
de tu dolor puede resurgir la esperanza”. Hermanos y hermanas llevemos esta mirada de esperanza al
mundo. Llevémosla con ternura a los pobres, sin juzgarlos.
nosotros seremos juzgados. Porque allí, junto a ellos, está Jesús; porque
allí, en ellos, está Jesús que nos espera.
Fuente: ACI Prensa





