¿Por qué la muerte ya no forma parte de la vida, sino que se trata como un mal que hay que esconder o un trauma del que hay que protegerse?
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Todavía
conservo en la memoria dos fechas muy importantes: el día en que falleció mi
abuela y el día en que nos dejó mi padre.
Lo recuerdo por dos hechos realmente significativos. Mi tía,
gritando en un llanto desconsolado durante el velatorio y su forma desgarrada
de nombrar a su madre (¡ay! mi madre…); y unos años después, a mi padre (¡ay!
mi hermano…). Recuerdo que aquello fue motivo de burla por parte de otros
familiares y amigos, que no entendieron que llorara y gritara tan abiertamente
y en público, y no hacerlo a escondidas.
En segundo lugar, mis hijos. Mi marido y yo fuimos al velatorio y
al funeral con los niños, decididos a no ahorrarles la experiencia de poder ver
y despedirse de su bisabuela y de su abuelo.
Un trauma innombrable
Estos dos hechos me han llevado a
hacerme la siguiente pregunta: ¿qué ha pasado en Occidente, especialmente en
Europa, para que la muerte se haya convertido en un trauma innombrable, y que
el sentimiento ante la muerte solo pueda vivirse a escondidas, viviendo como si
nunca fuéramos a morir, o como si nuestros seres más queridos nunca fueran a
irse de nuestro lado?
Requiescat in
pacem se ha convertido en una frase obsoleta en nuestros días. El
reconocimiento de que el yo no es aniquilado, sino que entra en una especie de
ensueño, de supervivencia adormecida, como si de un descanso temporal se
tratara (Requies)
en el tránsito a a vida eterna que le espera en Cristo, ha sido transformado en
nuestras sociedades contemporáneas en un tabú.
La muerte sigue presente día a día,
pero hemos perdido la comprensión, tanto teórica como práctica, del sentido de
la muerte y de su significado para nuestras vidas.
¿Por qué huimos de la muerte?
Prácticamente hasta la Modernidad, el
sentimiento hacia la muerte era de familiaridad y cercanía, entre la aceptación
y la confianza en un Destino bueno que al moribundo se le revelaba y que
compartía con todos los que le acompañaban.
La ceremonia alrededor de la muerte
era comunitaria, tal como muestra la práctica, casi desaparecida en las grandes
urbes, del velatorio como acompañamiento popular al desahuciado en el viaje de
su alma hacia la vida eterna.
El hecho de morir en casa, donde se
entraba libremente a visitar al muerto, con presencia de niños incluidos, o el
hecho de transportar el féretro en el coche fúnebre acompañado del cortejo
popular, o el luto o la visita al cementerio son signos de que la muerte no era
un mal que hubiese que esconder.
A esta visión se opone frontalmente la
de nuestros días, entendida como un mal tan terrible que no nos permitimos ver
ni siquiera nombrar.
Los muertos además, formaban parte de
los vivos, siquiera a través del respeto reverencial que suponía darles
sepultura, y ambos, vivos y muertos, aparecían juntos en una interpretación
donde la vida y la muerte tienen su origen en Dios y están dirigidas a Dios
(Rom 14).
Sentimiento de fracaso
Es sin embargo a partir de las bases
de lo que conformará la Edad Moderna, y especialmente a partir del Romanticismo
(S. XVIII), cuando crece la conciencia de la muerte como sentimiento de fracaso
y de impotencia frente al apego a lo terrenal (así lo explica Ariès Philippe,
en su famoso libro Historia de la muerte en Occidente).
El deseo de felicidad unido al rápido
crecimiento económico que trajo el auge de la burguesía y que supuso un
desplazamiento de Dios al hombre como centro de la vida social y económica,
lleva poco a poco a una visión de la muerte como algo de lo que es mejor no
hablar. Admitimos que moriremos un día pero vivimos de espaldas a la muerte.
La huida de la muerte se une así a la
exaltación de una individualidad que no quiere perecer (¿qué si no son los
intentos de la inteligencia artificial por hacernos inmortales a través de un
avatar u holograma que nos mantenga vivos, o a través de un disco duro que
recoja todos nuestros recuerdos?).
Sexo sí, muerte no
Por otra parte, el hombre, en su huida
creciente hacia no se sabe muy bien adónde, se aferra más y más al “mundanal
ruido” y a sus placeres, por lo que es necesario evitar cualquier sentimiento
que perturbe esa falsa idea de felicidad y de éxito en que hemos construido
nuestra civilización.
De hecho, es
curioso que cuanto mayor es la exaltación del sexo y del placer, como ideales
de juventud, mayor sea la repugnancia que provoca la muerte, pues
consigue trastocar dicho ideal de felicidad. Y si a ello le unimos el afán por
la productividad y el bienestar económicos, es claro que los viejos, los
enfermos y los que van a morir no sirvan al sistema, no sean tenidos en cuenta,
por lo que mejor obviarlos.
Un claro ejemplo es el que se ha dado
durante la pandemia, donde los muertos solo han aparecido a través de índices
numéricos. Pero sin una sola imagen de los muertos o de los agonizantes, ni de
los féretros, ni de nada que pueda atraer un profundo sentimiento de tristeza,
algo totalmente contrario a la idea de felicidad que hemos de vender como
motivación para seguir produciendo y que la irrupción de la muerte viene a
desmontar con un realismo atronador. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el
mundo si pierde su alma? (Mt 16, 26).
Esta es la razón de que solo se llore
a lo muertos a escondidas, al tiempo que públicamente la muerte es tabú y ya ni
las grandes cifras de fallecidos consiguen conmovernos en una sociedad que todo
lo mide en términos productivos y de éxito, también político.
Negar la muerte, negar la vida
Nuestro mundo
huye de la muerte por ser algo que nuestro ideal de felicidad no puede soportar, el mismo
ideal que hace que los niños no asistan a los funerales bajo el pretexto de que
deben ser felices.
Así se les oculta la muerte de su
abuelo diciéndoles que está en un bello jardín de flores, mientras somos
capaces de instruirles desde la más tierna infancia en la «fisiología del amor»
(Geoffrey Gores, La
pornografía de la muerte) o también llamada «educación sexual».
Todo por su felicidad. ¿En serio sabemos lo que hacemos?
Es cierto que no estamos hechos para
morir, que nuestro deseo de eternidad choca con un fin que es la muerte; pero
de poco le sirve al hombre afanarse en la vida a expensas de esta gran verdad:
que algún día moriremos. Negar la muerte es negar en el fondo la
vida y su significado último, a saber, que está hecha para
la eternidad, una eternidad que se nos ha prometido y que nos permite vivir sin
miedo.





