Me gustaría tener el don de perder la vida con el que comparto el camino sin medir, sin contar
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En mis vínculos humanos es importante la paciencia.
El amor crece lentamente. La amistad se ahonda con el tiempo. No quiero
tener prisa. Tampoco con Dios. Los tiempos de Dios son
distintos a los míos.
Hace años me regalaron un reloj de arena. No me imaginaba que la
arena pudiera pesarse en minutos.
Nadie compra un reloj de arena sin saber cuántos minutos de arena
contiene. O al menos es lo que me dijeron. ¿Para qué serviría si no sé el
tiempo que acumula?
Es necesario contabilizar los
minutos, medir la
vida. Lo hago siempre, como queriendo retener el tiempo, como queriendo dejarlo
escapar.
Mi reloj tenía sólo tres minutos de arena. Pero, ¿cuánto vale un
minuto? ¿Cuántos minutos caben en una espera?
¿Cuánto estoy dispuesto a esperar?
¿Cuántos minutos de arena estoy
dispuesto a esperar para lograr mi objetivo, la meta?
¿Cuánta arena estoy dispuesto a invertir en una relación, en una
amistad, en un vínculo? ¿Y cuánta arena alberga y deja escapar por su hendidura
mi propia vida?
La vida importa, y el tiempo, y las
cosas que me suceden. Y un reloj de arena me pone en mi sitio.
Sé cuánto tarda en caer la arena. Sólo tres minutos. Si se acaba
la arena, le doy la vuelta y todo vuelve a empezar. Otros tres minutos.
Si acabo yo antes de que pasen tres minutos, me quedo tranquilo.
Todavía me queda tiempo.
¿Qué esperas de tres minutos?
Tres minutos son pocos. O bastantes. Depende. ¿Qué se puede hacer
con tres minutos en mi vida?
Cuando estoy contento, tres minutos son un suspiro. Sin embargo,
cuando la situación es difícil, parecen eternos.
Tres minutos apenas alcanzan para dar la vida. Aunque se puede
entregar la vida en un minuto.
Una respuesta es rápida, son sólo segundos. Un sí o un no. Un
dejarlo todo en manos de Dios puede ocurrir en un momento.
Tiempo lleno de significado
Hay minutos de arena que han marcado mi vida para siempre. Una
decisión importante, un imprevisto, la espera de una respuesta.
Un sí alegre. Un no doloroso. Algunos
de esos minutos fueron eternos. Y algunos me dejaron una huella profunda. Otros
se olvidaron para siempre.
A veces bastan tres minutos para vivir de verdad. Otras veces no
me bastan. Pueden ser fundamentales para muchas cosas. Pueden no servir para
nada.
¡Cuántos relojes de arena de tres minutos han pasado por mi vida!
¡Y cuántas cosas puedo hacer con sólo tres minutos!
¡Cuántas veces me angustio por lo que aún no ha ocurrido y el
tiempo se me escapa! Dejo de disfrutar el ahora. El otro día leía:
«El momento en que dejas de
preocuparte por lo que va a pasar, empiezas a disfrutar lo que está pasando».
Tiempo detenido
Pensaba en mi reloj de arena. Lo llevo en al alma. Cae la arena.
Si le doy la vuelta, todo comienza de nuevo. Otros tres minutos comienzan a
caer.
Hago así de un minuto un sueño, de un minuto una pasión por la
vida. Minutos pasados, vividos, soñados. Minutos que han cambiado mi vida.
Vivimos la vida dejando pasar la arena entre los dedos. Parece
magia.
Aprovecho esos minutos como un niño. Como un
sabio. Si estoy con alguien no debería caer la arena.
Me gustaría tener el don de perder la vida con
el que comparto el camino sin medir, sin contar.
No hay tiempo en las manos. No hay prisas, ni arena
cayendo. Todo se detiene cuando me dejo la vida de repente.
El tiempo es eterno, es de Dios, no es mío. Ojalá aprendiera a dejar caer
la arena sin preocuparme del tiempo perdido.
Dejar caer el tiempo cuidando a las personas que Dios
pone en mi camino. Y esa misma paciencia que tengo con los hombres la
tendré con Dios.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia