Mira cómo tu debilidad, tu maldad, tu pecado puede convertirse en abono en el campo espiritual
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No me
quiero sorprender cuando no estoy a la altura de lo esperado por mí o por
otros. Cuando no doy la talla a la que quería llegar. Cuando no cumplo con
aquello con lo que me había comprometido.
Mi pecado me asusta tan a menudo… Me desconozco en mi debilidad.
Quiero decir que no y acabo cediendo. Quiero negarme a caer, pero caigo. ¿Cómo
puedo caer tan bajo?
Comenta el padre José Kentenich:
«¿No les había
dicho que no debo extrañarme? ¡Que semejante inmundicia se esconda en mí! Nunca
supe que, interiormente, era tan sucio. Ya lo ven: es mi naturaleza. Es una naturaleza
enferma, totalmente enferma. Debo ser desprendido de mí mismo.
Ahora ya no me echo incienso, no digo más: ¡Cielos, qué lejos que he llegado!
No, no, no. Ahora noto que soy capaz de todo«.
King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor
Me asusto de mí
Soy capaz de lo mejor y también de lo peor.
Puedo dejar que el odio venza en mí
llenando de ira mis gestos y palabras. Puedo dejar que mis adicciones se
adueñen de mi voluntad, veo que es todo tan frágil.
Entonces me sorprendo al mirar dentro de
mí. ¿Cómo puede estar Dios contento conmigo?
Lo pienso a menudo, a Dios no le ofende mi
pecado. Sólo le produce dolor verme infeliz o perdido, lejos de Él caminando
sin rumbo.
Aun así, me miro y me asusto.
Con el tiempo puedo llegar a acostumbrarme. Y me dejo llevar por la
corriente de las tentaciones.
Pienso que ya no puedo hacer nada para
cambiar, para mejorar. Creo que es tanto el daño que hago que ningún
bien que intento compensará la pérdida.
¿Para qué arrepentirme si vuelvo a caer?
Me
equivoco al preguntarme: ¿Qué sentido tiene la confesión? ¿Para qué me valen los
golpes de pecho con ánimo contrito?
Cuando veo con dolor que nada cambia en mí después de mil
decisiones previas de hacer el bien y mejorar.
He decidido muchas veces hacer las cosas bien. Me he
propuesto levantarme por encima de mis cenizas una y otra vez,
volver a nacer para nunca más volver a caer.
Me he mantenido firme sobre el alambre de la vida, arriesgándolo
todo, amenazado por los vientos.
Pero he caído de nuevo. Cuando menos lo
esperaba me he dejado llevar por la corriente.
Lo peor de mí
Lo peor que hay en mí ha salido a la
luz. Mi envidia, mi egoísmo, mi rabia, mi rencor, mi impureza, mi dejadez, mi
desidia.
Todas mis tentaciones se han vuelto poderosas. ¿Cómo puedo
hacer frente a ese mal que me incita a dejarme llevar?
La tentación me presenta siempre verdes
praderas, caminos
anchos, placeres hondos, verdades a medias y una felicidad
verdadera que se antoja muy lejana.
Y yo quiero ser feliz aunque sólo sea por un momento,
por un rato.
Mi miseria puede servir
Miro
mi corazón y siento que no quiero sobrevivir sino vivir con un sentido.
Quiero alzar la mirada y aspirar a las
estrellas.
Me miro con honestidad, algo inquieto: ¿de qué me sirven mis
pecados en toda esta batalla?
Siento que sólo son retrocesos que me llevan al comienzo del
camino. Me decido a ser mejor. Añade el Padre Kentenich:
«La santidad
no consiste en que no cometa ningún pecado. La santidad consiste en que logre llevar
bien el «estiércol» a mi campo. Ante Dios invoco la misericordia del Padre
y mi miseria personal. ¡Pero tienen que entender cuán verdadero
es esto! Ninguno de nosotros puede entenderlo porque ninguno de nosotros ha
sido un verdadero niño».
J. Kentenich,Lunes
por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día
El camino a la salvación
Hay
que ser niño para entender que mi debilidad y mi pecado no me hacen
peor persona, simplemente me ensucian por dentro y me vuelven mendigo de amor por
las calles.
Y me muestran que lo único que me salva en esta vida es la
misericordia de Dios, no mis méritos.
Porque mi miseria es manifiesta. Por eso no me escandalizo cuando
peco. Tomo mi pecado en mis manos, mi suciedad, mi miseria y se la entrego a
Dios como ofrenda.
¿Qué hará Él con ella? Yo tengo claro lo que haría. La escondería,
la apartaría de mí, la alejaría de mi presencia para parecer perfecto a los
ojos de Dios y del mundo.
No me gusta verme débil. Prefiero la
perfección que no poseo. Hacerlo todo bien es la meta imposible de mis sueños.
No pecar nunca para no tener que
reconocer con humildad que no puedo con mi fragilidad.
Estoy roto y no lo acepto. La mirada de Jesús es la que me salva y
levanta. Es
su voz la que me recuerda que no tengo que temer nada.
No son mis méritos los que me salvan.
Y la felicidad no me la da hacerlo todo bien, sino amar.
De la vergüenza y el miedo a la
confianza
Aunque me hiera cuando amo, aunque sufra y no todo salga bien al
amar y dar la vida, aunque lo pierda todo en ese momento en
el que creo que me estoy entregando por entero.
Dios conoce mi fragilidad y no se
asusta, me ama. No le sorprenden mis debilidades, las acepta. No se escandaliza
al ver lo lejos que puedo llegar y lo bajo que puedo caer.
Y me dice que me quiere estando sucio,
sin méritos y sin logros. Desde lo hondo de la cueva en la que me escondo para
que Dios no me vea, Él me llama. Y me rescata para sacarme de mis miedos.
No quiere que viva con vergüenza ni
temor. Quiere que confíe en Él y desea que crea que mi pecado le
pueda servir a Él como abono del campo de mi alma, como
semilla para que surja una planta nueva y preciosa.
Así es Dios, logra hacer milagros
dentro de mí.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia





