Dios no me pide que haga lo que no sé hacer, simplemente que sea fiel a mi tarea, a lo que Él me ha encomendado desde el principio
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Me gusta comprender que en la vida cada uno tiene su don, su
carisma. San Pablo lo explica:
«Lo mismo que el cuerpo es uno
y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser
muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos
y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para
formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Dios os ha
distribuido en la Iglesia: en el primer puesto los apóstoles, en el segundo los
profetas, en el tercero los maestros, después vienen los milagros, luego el don
de curar, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas. ¿Acaso son
todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos
milagros? ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las
interpretan?».
Cada uno es diferente. Somos
miembros de un
solo cuerpo en Cristo. Cada uno tiene una tarea, una misión
única y particular.
¿Cuál es mi tarea?
Esa mirada me gusta. No tengo los talentos que otros tienen. No
hago lo que ellos hacen. Algunas cosas las hago peor.
A veces tendré que hacerlas aunque no sean perfectas. Pero otras
veces dejaré que otros las hagan.
No tendré siempre la palabra correcta. No seré el
mejor en todo lo que intento. Saber cuál es mi talento y mi tarea me da tanta
paz…
Reconocer mis límites me calma.
Descubro mi originalidad, aquello para lo que Dios me quiere en medio de los
hombres.
Dar desde mi verdad
Me ama por lo que soy y me envía a dar
la vida desde mi verdad. Saber que soy amado por Dios haga lo
que haga me da tranquilidad. A Dios no le sorprende mi debilidad. Comentaba el
papa Francisco:
«No se asusta de nuestros pecados, de
nuestros errores, de nuestras caídas, sino que se asusta por el cierre de
nuestro corazón. Esto sí, le hace sufrir, se asusta de nuestra falta de fe en
su amor. Hay una gran ternura en la experiencia del amor de Dios».
Dios quiere que lleve su amor a mis
hermanos desde mi forma de ver la vida, desde mis palabras torpes, desde mis gestos
desafortunados.
Conoce los límites de mi carne y ha tocado la debilidad de mi
alma. Y aun así vuelve a creer en mí con ternura.
«Dios no confía solo en nuestros
talentos, sino también en nuestra debilidad redimida«.
Ser lo que soy
Me levanta del barro, me lleva hasta tu rostro para que no tenga
miedo. Me sujeta entre sus brazos para que no me pierda.
Y me pide que sea lo que tengo que ser. Mano,
pie, cabeza, voz, maestro, discípulo, pastor, oveja, peregrino, sabio,
ignorante, pobre, justo, niño.
Me
pide que no quiera ser diferente. Que no persiga otras formas de vivir y dar la
vida. Que
acepte mi camino como una vocación sagrada.
No vale menos que otras, no es menos santa mi forma de vivir. Yo
no quiero ser lo que no soy. No vivo tratando de imitar las formas del mundo
cuando no son las mías.
Un solo cuerpo
Acepto los límites de mi corazón y me
entierro en la tierra para dar el fruto que Dios quiera, no el que yo
deseo.
Soy miembro de Cristo junto a toda la Iglesia. Un solo Cuerpo. Me
siento hermano de
todos los que creen en la misma misericordia que me salva.
Por eso me siento unido a todos los que sufren, a todos los
que se alegran, a todos los que dan la vida por el mismo
Cristo:
«Cuando un miembro sufre, todos sufren
con él; cuando un miembro es honrado, todos se felicitan. Pues bien, vosotros
sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro».
Esa comunión con los míos, diferentes a mí,
es un don que pido, una gracia que se me da como regalo.
No lo merezco. No quiero ser nunca motivo de desunión entre los
míos. Quiero aceptar las diferencias y ser capaz de convivir con formas
diferentes de hacer las cosas.
La misericordia salva
No importa, cada uno tiene su estilo, su camino. Esa mirada de
Dios sobre mí es la que me salva. Su misericordia.
No se escandaliza nunca al ver mi pecado y mi pequeñez. Sonríe
porque entiende que no puedo, que no soy capaz de llegar muy lejos.
Y se alegra al ver mi fe, mi amor, mi deseo de dar la vida.
Cuando ve que no me guardo egoístamente, cuando escucha mi voz que
quiere dar esperanza, cuando siente mi sí hondo y verdadero.
Cuando comprueba que mis manos están puestas a disposición de su
amor para cavar la tierra y trabajar con fidelidad.
No me pide que haga lo que no sé hacer. Simplemente que sea fiel a
mi tarea, a lo que sí se hacer, a lo que Él me ha encomendado desde el
principio.
Siento que puedo dar esperanza a
muchos y llevar sonrisas a los que están tristes, es mi tarea, mi misión.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia





