Cuánto necesitamos detenernos en aniversarios y grandes acontecimientos y ver a Dios en ellos para definir nuestra vida con alegría y sin nostalgia
Shutterstock |
Hay días consagrados a Dios, días
en los que doy gracias por lo que el cielo me regala. Me alegran esos días
en los que pienso que Dios me ama de forma especial. Dice la Biblia:
«Este día está consagrado al
Señor, vuestro Dios: No estéis tristes ni lloréis. Andad, comed buenas tajadas,
bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado
a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra
fortaleza».
Son esos días sagrados, días
de alianza con Dios, con María. Días en los que reconozco de forma especial el
paso de Dios por mi vida.
Soy consciente de cómo Dios teje
una historia santa a mi lado. No me suelta de la mano, no me deja solo, no
me abandona y me recuerda que me ha elegido, me ha amado para siempre.
Ese regalo de Dios me consuela, me llena de paz.
Mirar al cielo, dar gracias…
Saber que en esos días su amor es
más fuerte, más hondo, más claro, me llena de paz. Hay días especiales en
el año.
Días en los que miro al
cielo y agradezco por lo que tengo. Días de aniversario en los
que siento que el cielo se abre y me regala gracias especiales.
Me gusta vivir el tiempo como un
don. Una gracia que Dios me regala para vivir en presente. Apreciando todo
lo que tengo. Valorando lo que he recibido.
… y escuchar la Palabra de Dios
En ese día de gracias
quiero escuchar la palabra de Dios, lo que tiene que decirme. Esdrás lee
el libro sagrado:
«En aquellos días, el día primero
del mes séptimo, el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la
comunidad. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua,
desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que
tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura de la
ley».
En ese día de gracias el Señor me
habla, Su palabra llega a mi corazón:
«Tus palabras, Señor, son
espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el
precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son
rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable».
Escucho la palabra de Dios. Esa
palabra que es un cuchillo de doble filo que abre mi alma para que entienda.
Entender a Dios y creerle
Me gustaría saber escuchar. Entender
lo que Dios tiene que decirme. Su voz llega a mi corazón y me toca por dentro.
Jesús también, en un día
especial, llega a la sinagoga de Nazaret y lee la palabra de Dios:
«En aquel tiempo, Jesús volvió a
Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca.
Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había
criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en
pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías».
Me cuesta estar atento y
concentrado. A menudo no soy capaz de retener lo que escucho.
No logro acoger lo que me dice
Dios con sus palabras sagradas. Ni entiendo su lenguaje.
No acabo de creer que su palabra
se haga vida en mí. Me falta fe y profundidad para interpretar esas
palabras.
Las palabras e imágenes que
impactan mi alma
Me cuesta escuchar porque tengo
los oídos llenos de palabras, los ojos llenos de imágenes, el corazón lleno de
emociones no digeridas.
Escuchar no es lo mismo que oír.
Oigo muchas cosas que no retengo. Hay muchos ruidos que no quedan
grabados en el alma.
Las palabras tienen fuerza. Sobre
todo aquellas que me juzgan o critican. Se quedan dentro de mí haciéndome daño,
llenando de dolor.
Los gritos me hieren,
me rompen. Igual que los insultos o las agresiones verbales. Una palabra puede
matar mi ánimo, me hiere muy dentro. Y al recordar lo que me han dicho me
siento triste. Me enojo.
También sucede al revés. Cuando
me dicen algo bonito, me cuentan algo alegre, me elogian o enaltecen, sonrío y
me lleno de vida, se acaba la tristeza en mi ánimo.
Lo que digo es muy importante.
Igual que lo que leo o escucho. Las imágenes que guardo dentro del alma.
La Palabra de Dios se hace vida
en mi corazón y me llena de esperanza. Acaba con las amarguras y elimina
las tristezas. Me llena de esperanza en medio de tiempos tristes.
El otro día escuchaba una teoría.
Dicen que el día más triste del año es el tercer lunes de enero, blue monday.
Valoran distintos índices. El
clima, la distancia de la navidad. El haber fracasado en propósitos tomados al
principio del año. El bajo sueldo y los bajos niveles de motivación. Todo hace
señalar a ese lunes como el más triste.
Me llamó la atención. Hay días
tristes, igual que hay años o momentos tristes en mi vida. Nunca había pensado
cuál era el día más triste.
Puede ser que en mi camino haya
días más nublados que otros, más oscuros, con menos vida o ilusión.
Al mismo tiempo hay otros que
están llenos de esperanza. Algunos días en los que recuerdo el amor que vivo, o
miro atrás agradecido por la fidelidad de Dios en mí.
Algunos días en que tomé
decisiones importantes, y días en los que un abrazo cambió mi alma para
siempre, el abrazo de Dios o de alguien.
Otros en los que tuve éxito y
sentí que el mundo se desplegaba a mis pies cargado de vida. Días grandes,
gordos, llenos de luz. Días en los que agradecer por lo vivido, por lo sufrido.
Me detengo con la mano en el
pulso del tiempo para buscar a Dios en mis días.
Me detengo a acariciar las
palabras que me llenan de alegría. Las palabras de Dios que resuenan en mi alma.
Las palabras de las personas que
amo y las que yo mismo escribo para definir mi vida con alegría y sin
nostalgia.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia