“La prioridad debe darse a la palabra del enfermo”, destaca el sacerdote. Eso no excluye que haya momentos de silencio que, como en la liturgia, permiten que las palabras resuenen
| P.RAZZO I CIRIC |
En la víspera del Día Mundial de
los Enfermos y de la conferencia en línea organizada por Magnificat y Aleteia,
el padre Arnaud Toury, sacerdote y enfermero, aporta un punto de vista luminoso
sobre el lugar y la función, que se ajusta constantemente, de quien visita a un
ser querido enfermo
El
sufrimiento de un ser querido enfermo o en el final de su vida desestabiliza y
paraliza incluso. Hace nacer cierto malestar que impide ser uno mismo.
Encontrar un tema de conversación adecuado a la situación parece algo
imposible, así que preferimos callar antes que mostrar torpeza. ¿Qué actitud
conviene adoptar? ¿Mostrar un rostro descompuesto o sobreactuar con
despreocupación? ¿Qué gestos conviene realizar? ¿Estrechar su mano entre las
nuestras no es demasiado intrusivo? Por otro lado, ¿descartar los gestos
físicos no podría percibirse como algo frío? El padre Arnaud Toury, sacerdote
de la diócesis de Reims (Francia) y enfermero, ofrece algunos consejos para
visitar a un enfermo y hacer surgir el diálogo.
Sucede
que uno se puede sentir totalmente inerme, sin recursos, sin saber cómo actuar,
durante una visita a una persona enferma. El padre Arnaud Toury nos
tranquiliza: “¡Sentirse inerme es una buena señal! Sería inquietante saber qué
hacer exactamente”. Es normal no saber qué hacer o qué decir en la medida
en que una parte de la persona enferma se ha vuelto inaccesible a sus seres
queridos. “El sufrimiento pone al enfermo en una situación de
incomunicabilidad. No puede ponerlo en palabras, no puede traducir su
sufrimiento”, subraya el sacerdote. Por ello, el entorno se muestra
necesariamente torpe, porque no sabe lo que vive la persona enferma. ¡Y eso
aunque hayan pasado por una enfermedad similar! Una de las frases que hay que
desterrar es: “Sé lo que es eso” o “Sé lo que sientes”. ¡No! Cada persona es
única y vive la enfermedad de forma diferente. Visitar a un ser querido es aceptar
el hecho de estar desvalidos, es entrar en un proceso de humildad y de escucha.
Sentirse inerme es una buena señal también porque genera una forma
de comunión entre la persona visitada y la visitante. “Ambas están, en
definitiva, en una situación de incomunicabilidad, una porque no puede expresar
su sufrimiento, la otra porque no sabe qué decir. En esta incomunicabilidad se
encuentra una forma de comunión”, constata el padre Arnaud Toury.
La
clave en una visita a una persona enferma es hacerle saber que estamos ahí para
ella y que puede recurrir a nosotros cuando lo desee. Visitar todos los días y
durante muchas horas a una persona enferma que no habla mucho podría parecer
inútil e incluso absurdo. Pero la simple presencia tiene un valor incalculable.
“El enfermo necesita saber que hay alguien presente”, aclara el sacerdote
enfermero. “Puede desear estar solo en su habitación, pero al mismo tiempo
saber que, si lo desea, hay alguien allí”. Según escribió el diplomático y
poeta francés Paul Claudel: “Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni
siquiera ha venido a explicarlo. Ha venido a llenarlo con su presencia”. Quien
visita a una persona enferma está llamado a esa misma vocación. Puede decir,
por ejemplo: “No puedo imaginar por lo que estás pasando, no tengo palabras,
metería la pata y te pido perdón por ello, pero si me necesitas, estoy aquí”.
Siguiendo
el ejemplo de Jesús con al ciego Bartimeo, la persona allegada de un enfermo
está invitada a no imponerse y a dejarle que lleve sus propias riendas. Si el
visitante se pone a la escucha, si hace hueco para recibir confidencias y
recibir pequeños gestos, entonces puede ponerse realmente a su servicio. En el
Evangelio, Jesús pregunta a Bartimeo: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Mc 10, 51). ¡Todo el mundo sabe lo que
quería el ciego! Pero Jesús no impone su punto de vista. “Jesús no procede de
esa manera. Le permite ser el sujeto de su propia vida”, explica el padre
Arnaud Toury, al tiempo que pone un ejemplo concreto: “Si tomo la mano de una
persona enferma, no la aprieto, recibo su mano y le dejo la posibilidad, si así
lo quiere, de agarrarse”.
¿El objetivo? Crear un espacio en el que pueda nacer el diálogo,
en vez de comenzar un monólogo que deje poco espacio al otro. “La prioridad
debe darse a la palabra del enfermo”, destaca el sacerdote. Eso no excluye que
haya momentos de silencio que, como en la liturgia, permiten que las palabras
resuenen.
Mathilde De Robien
Fuente: Aleteia





