El Papa Francisco presidió la Audiencia General de este miércoles 4 de mayo desde la Plaza de San Pedro, donde reflexionó acerca de la coherencia de la fe de los ancianos y su ejemplo hacia los jóvenes
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El Papa Francisco en la Audiencia General. Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa |
A continuación, el texto pronunciado
por el Papa Francisco:
¡Queridos hermanos y hermanas,
buenos días!
En el camino de catequesis sobre
la vejez, hoy encontramos un personaje bíblico de nombre Eleazar, que vivió en
los tiempos de la persecución de Antíoco Epífanes. Su figura nos entrega un
testimonio de la relación especial que existe entre la fidelidad de la vejez y
el honor de la fe. Quisiera hablar precisamente del honor de la fe, no solo de
la coherencia, del anuncio, de la resistencia de la fe. El honor de la fe se
encuentra periódicamente bajo la presión, también violenta, de la cultura de los
dominadores, que trata de envilecerla tratándola como un hallazgo arqueológico,
vieja superstición, terquedad anacrónica.
La historia
bíblica – hemos escuchado un pasaje, aunque es bonito leerlo entero– narra el
episodio de los judíos obligados por un decreto del rey a comer carnes
sacrificadas a los ídolos. Cuando es el turno de Eleazar, que era un anciano
muy estimado por todos, los oficiales del rey le aconsejan que haga una
simulación, es decir que finja comer la carne sin hacerlo realmente.
Hipocresía, hipocresía religiosa, que hay tanta. Hipocresía clerical, que hay
tanta. Así Eleazar se habría salvado, y – decían aquellos – en nombre de la
amistad habría aceptado su gesto de compasión y de afecto. La salida hipócrita.
Después de todo – insistían – se trataba de un gesto mínimo, hacer como si
comiera pero sin comer, un gesto insignificante.
La respuesta tranquila y firme de
Eleazar se basa en un argumento que nos llama la atención. El punto central es
este: deshonrar la fe en la vejez, para ganar unos cuantos días, no es
comparable con la herencia que esta debe dejar a los jóvenes, durante enteras
generaciones futuras. Un anciano que ha vivido en la coherencia de la propia fe
durante toda la vida, y ahora se adapta a fingir el repudio, condena a la nueva
generación a pensar que toda la fe haya sido una ficción, una cubierta exterior
que se puede abandonar pensando que se puede conservar en la propia intimidad.
No es así, dice Eleazar. Tal comportamiento no honra la fe, ni tampoco frente a
Dios. Y el efecto de esta banalización exterior será devastador para la
interioridad de los jóvenes.
Es precisamente la vejez la que
aparece aquí como el lugar decisivo e insustituible de este testimonio. Un
anciano que, a causa de su vulnerabilidad, aceptara considerar irrelevante la
práctica de la fe, haría creer a los jóvenes que la fe no tiene ninguna
relación real con la vida. Esta les aparecería a ellos, desde su inicio, como
un conjunto de comportamiento que, si es necesario, pueden ser simulados o
disimulados, porque ninguno de ellos es tan importante para la vida. pero
está la coherencia de este hombre que piensa en los jóvenes, que piensa en la
herencia futura y piensa en su pueblo. Y esto es bonito para vosotros los
ancianos.
La antigua gnosis heterodoxa, que fue una insidia muy poderosa y muy seductora para el cristianismo de los primeros siglos, teorizaba precisamente esto: que la fe es una espiritualidad, no una práctica; una fuerza de la mente, no una forma de vida. La fidelidad y el honor de la fe, según esta herejía, no tienen nada que ver con los comportamientos de la vida, las instituciones de la comunidad, los símbolos del cuerpo. La seducción de esta perspectiva es fuerte, porque interpreta, a su manera, una verdad indiscutible: que la fe nunca se puede reducir a un conjunto de normas alimenticias o de prácticas sociales. La fe es otra cosa.
El problema
es que la radicalización gnóstica de esta verdad anula el realismo de la fe
cristiana. Porque la fe cristiana es realista, no es solamente decir el Credo,
es pensar el Credo y decir el Credo, y hacer el Credo. Actuar con las manos.
Sin embargo, esta propuesta gnóstica finge que lo importante es que tú dentro
tengas la espiritualidad y luego puedas hacer lo que quieras. Y esto no es
cristiano, y la primera herejía de los gnósticos, que está muy de moda ahora,
en tantos centros de espiritualidad y demás. Y vacía también su testimonio, que
muestra los signos concretos de Dios en la vida de la comunidad y resiste a las
perversiones de la mente a través de los gestos del cuerpo.
La tentación gnóstica, que es una
de las herejías de las desviaciones religiosas de este tiempo, siempre
permanece actual. En muchas tendencias de nuestra sociedad y de nuestra
cultura, la práctica de la fe sufre una representación negativa, a veces en
forma de ironía cultural, a veces con una marginación oculta. La práctica de la
fe para estos gnósticos, que ya existían en el tiempo de Jesús, es considerada
como una exterioridad inútil e incluso nociva, como un residuo anticuado, como
una superstición enmascarada.
En resumen, una cosa para
ancianos. La presión que esta crítica indiscriminada ejerce en las jóvenes
generaciones es fuerte. Cierto, sabemos que la práctica de la fe se puede
convertir en una exterioridad sin alma. Este es el otro peligro, el contrario.
Pero en sí misma no lo es en absoluto. Quizá nos corresponde precisamente a
nosotros los ancianos devolver a la fe su honor. Hacerla coherente, la coherencia
hasta el final. La práctica de la fe no es el símbolo de nuestra debilidad,
sino más bien el signo de su fuerza. Ya no somos niños. ¡No bromeamos cuando
nos pusimos en el camino del Señor!
La fe merece respeto y honor
hasta el final: nos ha cambiado la vida, nos ha purificado la mente, nos ha
enseñado la adoración de Dios y el amor del prójimo. ¡Es una bendición para
todos! Pero toda la fe, no una parte. No cambiaremos la fe por unos cuantos
días tranquilos. Coherente hasta el final, como Eleazor, que va mártir así.
Demostraremos, con mucha humildad y firmeza, precisamente en nuestra vejez, que
creer no es algo “de ancianos”. Y el Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas,
con gusto nos ayudará.
Queridos hermanos y hermanas, y
ancianos para no decir viejos, estamos todos en el mismo grupo. Por favor,
mirad a los jóvenes, porque ellos nos miran. No olviden esto. Me viene a la
cabeza la película del fin de la guerra tan bonita: “Los niños nos miran”.
Nosotros podemos decir lo mismo con los jóvenes. Los jóvenes nos miran, y
nuestra coherencia puede abrir un camino de vida bellísimo para ellos. Sin
embargo una hipocresía puede hacer mucho mal. Recemos unos por los otros. Que
Dios nos bendiga a todos los ancianos.
Fuente: ACI Prensa