22 – Mayo. VI Domingo de Pascua
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Evangelio según san Juan 14,
23-29
Respondió Jesús y le dijo: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde.
Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me
amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que
yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda
creáis.
Comentario
En la intimidad de la Última
Cena, Jesús ofreció a sus discípulos algunas enseñanzas con sabor a despedida y
a testamento final, como las que recoge el evangelio de este sexto domingo de
Pascua.
En primer lugar, Jesús se refiere
al profundo misterio de la presencia de Dios en el alma. En el Antiguo
Testamento el Señor se dio a conocer progresivamente al pueblo de Israel y
prometió permanecer en medio de él. Esta presencia estaba especialmente
significada en el Santo de los Santos, el lugar más sagrado del templo de
Jerusalén. Ahora Jesús anuncia una nueva forma de presencia en cada persona,
con tal de que ame y guarde sus palabras, para hacerse así templo en el que
Dios habita, como recordaba san Pablo a los primeros cristianos: “vosotros sois
el templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de
ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Co 6,16).
Esta presencia de Dios en el alma
ha fascinado siempre a los santos, que se han sentido urgidos a corresponder a
tanto amor de Dios por sus criaturas. Como explica san Josemaría, “la Trinidad
se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y
semejanza; lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma
nuestra”[1].
¿Somos conscientes habitualmente de esta verdad profunda, de esta presencia de
Dios en nuestra alma en gracia? ¿Sabemos corresponder cada día con
agradecimiento, con gestos de cariño y adoración? San Agustín aconsejaba: “En
realidad Dios no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te
acercará; ámalo y habitará en ti. El Señor está cerca. No os inquietéis por
cosa alguna”[2].
La presencia de Dios en el alma
no puede separarse de la acción eficaz del Espíritu Santo. Por eso Jesús se
refiere aquí a Él y lo llama el Paráclito. Este término griego
significa literalmente el que camina en paralelo, mientras habla, sugiere y
avisa. Por eso puede traducirse como “abogado” y “consolador”. Abogado porque
intercede ante la justicia divina para obtener el perdón de nuestros pecados
gracias a la pasión de Jesús; y también como “consolador” porque alivia
nuestras aflicciones con sus sugerencias. A propósito de este pasaje, los
Padres de la Iglesia explican que la ausencia física de Jesús ante nuestros
ojos permite precisamente esta acción eficaz de su Espíritu en nuestros
corazones. Allí el Paráclito nos “recordará” las palabras de Jesús, como Él
mismo anuncia a sus discípulos, y nos sugerirá a la vez amarlas y seguirlas,
“inspirando invisiblemente el Espíritu de la verdad la ciencia de lo divino en
el entendimiento”[3].
Cuando de verdad nos esforzamos
por seguir dócilmente las sugerencias del Espíritu Santo, nuestra alma se llena
de paz y de alegría, señales ciertas de la presencia divina, incluso en medio
de las dificultades. De aquí que Jesús se refiera también al fruto primerizo
que obtendría con su pasión y con el que se presentó resucitado: la paz. No la
paz que ofrece el mundo, la vida cómoda, sino la paz de Cristo, fruto de la
cruz y de la lucha. Por eso, dice san Josemaría, “¡cuántas contrariedades
desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios
nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de
Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te
pasa? Me pasa... Y, en seguida, luz o, al menos, aceptación y paz”[4].. Ojalá
sepamos nosotros acudir siempre a esa presencia de Dios en el alma como una
fuente de agua viva donde calmar toda nuestra sed, como la fuente donde recuperar
una y otra vez la alegría y la paz que debemos llevar a todas partes.
[2] San Agustín, Sermón 21.
[3] Dídimo, De Spiritu Sancto, en Catena áurea.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 249.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei