No es un castigo, ni recriminar o
avergonzarse, mira cómo Jesús liberó a Pedro de su traición
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Aleteia |
La
culpa duele. Cuando me siento culpable me duele el alma. Siento que hice las
cosas mal y no puedo echar marcha atrás. No puedo volver a empezar. Me
gustaría, pero no puedo.
No sentir la culpa es insano
Sentir culpa por las cosas que hago
mal es sano. Lo que no es sano es cuando hago el mal y no me importa. No
siento que esté equivocado o simplemente no me siento culpable por el mal
causado.
Entonces no me duele el alma, ni siento que merezca un perdón.
El perdón es sólo para los pecadores que se reconocen culpables.
Tener el alma rígida y endurecida no
me permite ver errores en mi corazón. No me siento culpable de
nada. Los demás sí se equivocan, yo nunca.
Pero el pecado pesa
El otro extremo es sentir que soy culpable de todo. Y siempre,
aunque me confiese, quedan pecados ocultos que no consigo limpiar. Son escrúpulos que
me enferman.
A veces hago algo el mal y veo que el ofendido no me pide cuenta,
no se enfada conmigo, no me grita, no me insulta.
Creo merecer su rabia, pero no la
recibo. No menciona lo ocurrido. No hace referencia al pasado.
Tampoco me ayuda porque yo recuerdo todo lo que hice, todo lo que
pasó. Sé que hubo negligencia o rabia por mi parte. O simplemente cobardía y
desidia.
Mi pecado pesa. Cuando tengo
un alma honesta pesa mucho.
Quería hacer el bien pero…
A veces me siento fuerte. Creo que voy a poder solo con los desafíos
que tengo por delante.
Pero de repente todo se tuerce y el
bien que quería hacer se convierte en mal u omisión.
No hago el bien que quería hacer. Dejo de actuar. Me dejo llevar y
no hago nada por ayudar, por ser misericordioso.
La culpa pesa. El pecado me ata. Me hace falta confesar mis
faltas, decir en alto al sacerdote lo que he hecho mal.
Escuchar alguna palabra de consuelo, algo de luz.
Y sobre todo esas palabras que me liberan de todo mal, que me
perdonan. Necesito
escuchar que alguien me perdona, que Dios me perdona.
El caso de Pedro
Tal vez era eso lo que necesitaba Pedro. Esa noche, a la luz de la
luna, vio
la mirada de Jesús mientras él negaba. Y sintió un perdón inmenso y
sin palabras. Fue su última mirada. Era lo que él pensaba.
Pero ahora, de nuevo Jesús está ante él ya resucitado.
Pedro no habla, no puede decir nada, no puede exculpar su conducta, no
encuentra palabras para desatar el nudo que hay en su alma.
Si hubiera sido más valiente, si hubiera sido capaz de reconocerse
amigo suyo, hermano, hijo. Si no hubiera negado con sus palabras, con sus
silencios, con sus gestos…
La culpa no es lo más importante
Demasiado tarde. Ahora estaba ante Él, junto al lago. Se lo ha
llevado aparte para hablarle. ¿Le echará en cara su cobardía? Sus preguntas me
conmueven cada vez que vuelvo a escucharlas:
«Simón de Juan, ¿me amas más
que éstos? Le dice él: – Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús:
Apacienta mis corderos. Vuelve a decirle por segunda vez: – Simón de Juan, ¿me
amas? Le dice él: – Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta
mis ovejas. Le dice por tercera vez: – Simón de Juan, ¿me quieres? Se
entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: – ¿Me quieres? y le
dijo: – Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero».
Tres veces le pregunta lo mismo, o algo parecido.
Y
Pedro recordará las tres veces que le preguntaron si amaba lo suficiente a
Jesús como para arriesgar su vida por Él:
«¿No eres tú también de los
discípulos de ese hombre?». «Tú eres uno de ellos». «Verdaderamente eres de
ellos pues tu habla te descubre».
Pedro había negado tres veces. No era de los
suyos, no tenía su misma lengua, no era discípulo. Niega a su padre, a sus
hermanos, su origen. Lo niega todo.
La clave es el amor
Y ahora Jesús le pregunta por lo importante. ¿Me amas?
No le echa en cara nada de lo que él negó en el momento de
tensión, en esa noche oscura. Ni le recrimina, no se avergüenza de ese hijo
que niega a su padre.
No, Jesús nunca es así. Él no saca a la luz mis pecados y me los
echa en cara para avergonzarme y humillarme.
Él sólo quiere saber si de verdad lo amo. Quiere tener claro si lo
amo con todas mis fuerzas, con todo mi corazón.
Quiere saber si Pedro lo sigue amando. Y tres veces le pregunta
como tres veces le preguntaron en el patio de la casa de Caifás.
Jesús cuestiona
Jesús ya
ha perdonado. Lo perdonó con la mirada esa misma noche. Pero ahora
quiere saber si ahora Pedro está dispuesto a seguir sus pasos.
Esa es la pregunta relevante.
El jueves en la cena Pedro quería seguirlo. Pero aún no había
llegado su momento, aún no estaba preparado. Poco después Pedro comprobó su
debilidad. No estaba listo.
¿Y ahora? ¿Qué ha cambiado? Ha cambiado todo. El duro pescador de
Galilea ahora se siente frágil.
Ya no es fuerte ni arrogante. Ya no tiene la energía de esa noche.
Pero sí tiene la fragilidad de la piedra que se ha quebrado.
Esa noche cambiaron muchas cosas en Pedro. Vio que no era tan
poderoso como pensaba. Vio que no todo lo hacía bien. Su pecado
público lo humilló.
Todos supieron de sus negaciones o quizás fue él mismo quien
contara después su historia de conversión. Lo cierto es que hoy, al escuchar
las preguntas, se entristece.
Jesús lo sabe todo, sabe que le quiere. Pero pregunta para que él
conteste. Y así lo hace Pedro. Tres veces le dice que sí, que lo ama. Ha pecado, ha
caído, pero lo ama con todas sus fuerzas.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia