El Vaticano publicó este 10 de mayo el mensaje del Papa Francisco por la II Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos que será el 24 de julio de 2022 con el tema: “En la vejez seguirán dando fruto”
![]() |
Papa Francisco bendice a un anciano. (Imagen de archivo). Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa |
“Queridas abuelas y queridos
abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos
llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. Hagámoslo,
aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que
tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración”.
A continuación, el mensaje del
Papa Francisco por la II Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos que
será el 24 de julio
“En la vejez seguirán dando
fruto" (Sal 92, 15)
La ancianidad
a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que es
mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen —piensan— y es
mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en
instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus
preocupaciones. Es la “cultura del descarte”, esa mentalidad que, mientras nos
hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades,
autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”. Pero, en
realidad, una larga vida —así enseña la Escritura— es una bendición, y los
ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia, sino signos
vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la casa
que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos!
La ancianidad, en efecto, no es
una estación fácil de comprender, tampoco para nosotros que ya la estamos
viviendo. A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha
preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa. Las
sociedades más desarrolladas invierten mucho en esta edad de la vida, pero no
ayudan a interpretarla; ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de
existencia.[1] Por eso es difícil mirar al futuro y vislumbrar un horizonte
hacia el cual dirigirse. Por una parte, estamos tentados de exorcizar la vejez
escondiendo las arrugas y fingiendo que somos siempre jóvenes, por otra,
parece que no nos quedaría más que vivir sin ilusión, resignados a no tener
ya “frutos para dar”.
El final de la actividad laboral
y los hijos ya autónomos hacen disminuir los motivos por los que hemos gastado
muchas de nuestras energías. La consciencia de que las fuerzas declinan o la
aparición de una enfermedad pueden poner en crisis nuestras certezas. El mundo
—con sus tiempos acelerados, ante los cuales nos cuesta mantener el paso—
parece que no nos deja alternativa y nos lleva a interiorizar la idea del
descarte. Esto es lo que lleva al orante del salmo a exclamar: «No me rechaces
en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten las fuerzas» (71,9).
Pero el mismo salmo -que descubre
la presencia del Señor en las diferentes estaciones de la existencia- nos
invita a seguir esperando. Al llegar la vejez y las canas, Él seguirá
dándonos vida y no dejará que seamos derrotados por el mal. Confiando en Él,
encontraremos la fuerza para alabarlo cada vez más (cf. vv. 14-20) y
descubriremos que envejecer no implica solamente el deterioro natural del
cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida.
¡Envejecer no es una condena, es una bendición!
Por ello, debemos vigilar sobre
nosotros mismos y aprender a llevar una ancianidad activa también desde el
punto de vista espiritual, cultivando nuestra vida interior por medio de la
lectura asidua de la Palabra de Dios, la oración cotidiana, la práctica de
los sacramentos y la participación en la liturgia. Y, junto a la relación con
Dios, las relaciones con los demás, sobre todo con la familia, los hijos, los
nietos, a los que podemos ofrecer nuestro afecto lleno de atenciones; pero
también con las personas pobres y afligidas, a las que podemos acercarnos con
la ayuda concreta y con la oración. Todo esto nos ayudará a no sentirnos
meros espectadores en el teatro del mundo, a no limitarnos a “balconear”, a
mirar desde la ventana. Afinando, en cambio, nuestros sentidos para reconocer
la presencia del Señor,[2] seremos como “verdes olivos en la casa de Dios”
(cf. Sal 52,10), y podremos ser una bendición para quienes viven a
nuestro lado.
La ancianidad no es un tiempo
inútil en el que nos hacemos a un lado, abandonando los remos en la barca,
sino que es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que
nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro. «La sensibilidad especial
de nosotros ancianos, de la edad anciana por las atenciones, los pensamientos y
los afectos que nos hacen más humanos, debería volver a ser una vocación
para muchos. Y será una elección de amor de los ancianos hacia las nuevas
generaciones».[3] Es nuestro aporte a la revolución de la ternura,[4] una
revolución espiritual y pacífica a la que los invito a ustedes, queridos
abuelos y personas mayores, a ser protagonistas.
El mundo vive un tiempo de dura
prueba, marcado primero por la tempestad inesperada y furiosa de la pandemia,
luego, por una guerra que afecta la paz y el desarrollo a escala mundial. No es
casual que la guerra haya vuelto en Europa en el momento en que la generación
que la vivió en el siglo pasado está desapareciendo. Y estas grandes crisis
pueden volvernos insensibles al hecho de que hay otras “epidemias” y otras
formas extendidas de violencia que amenazan a la familia humana y a nuestra
casa común.
Frente a todo esto, necesitamos
un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones,
permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos
y mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las mujeres y a los
hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con la misma mirada comprensiva y
tierna que dirigimos a nuestros nietos. Hemos afinado nuestra humanidad
haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de una forma de
vivir pacífica y atenta con los más débiles. Nuestra actitud tal vez pueda
ser confundida con debilidad o sumisión, pero serán los mansos, no los
agresivos ni los prevaricadores, los que heredarán la tierra (cf. Mt 5,5).
Uno de los frutos que estamos
llamados a dar es el de proteger el mundo. «Todos hemos pasado por las rodillas
de los abuelos, que nos han llevado en brazos»;[5] pero hoy es el tiempo de
tener sobre nuestras rodillas —con la ayuda concreta o al menos con la
oración—, junto con los nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que
aún no hemos conocido y que quizá huyen de la guerra o sufren por su causa.
Llevemos en nuestro corazón —como hacía san José, padre tierno y solícito—
a los pequeños de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur.
Muchos de nosotros hemos madurado
una sabia y humilde conciencia, que el mundo tanto necesita. No nos salvamos
solos, la felicidad es un pan que se come juntos. Testimoniémoslo a aquellos
que se engañan pensando encontrar realización personal y éxito en el
enfrentamiento. Todos, también los más débiles, pueden hacerlo. Incluso
dejar que nos cuiden —a menudo personas que provienen de otros países— es un
modo para decir que vivir juntos no sólo es posible, sino necesario.
Queridas abuelas y queridos
abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos
llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. Hagámoslo,
aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que
tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración.
«Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cultivemos
el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos
enseña la Palabra de Dios».[6] Nuestra invocación confiada puede hacer mucho,
puede acompañar el grito de dolor del que sufre y puede contribuir a cambiar
los corazones. Podemos ser «el “coro” permanente de un gran santuario
espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la
comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida».[7]
Es por eso que la Jornada Mundial
de los Abuelos y de los Mayores es una ocasión para decir una vez más, con
alegría, que la Iglesia quiere festejar con aquellos a los que el Señor —como
dice la Biblia— les ha concedido “una edad avanzada”. ¡Celebrémosla juntos!
Los invito a anunciar esta Jornada en sus parroquias y comunidades, a ir a
visitar a los ancianos que están más solos, en sus casas o en las residencias
donde viven. Tratemos que nadie viva este día en soledad. Tener alguien a
quien esperar puede cambiar el sentido de los días de quien ya no aguarda nada
bueno del futuro; y de un primer encuentro puede nacer una nueva amistad. La
visita a los ancianos que están solos es una obra de misericordia de nuestro
tiempo.
Pidamos a la Virgen, Madre de la
Ternura, que nos haga a todos artífices de la revolución de la ternura,
para liberar juntos al mundo de la sombra de la soledad y del demonio de la
guerra.
Que mi Bendición, con la
seguridad de mi cercanía afectuosa, llegue a todos ustedes y a sus seres
queridos. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 3 de
mayo de 2022, fiesta de los santos apóstoles Felipe y Santiago. FRANCISCO
[3] Ibíd., 3: “La ancianidad, recurso para la juventud despreocupada” (16 marzo 2022).
[4] Catequesis sobre san José, 8: “San José padre en la ternura” (19 enero 2022).
[5] Homilía durante la Santa Misa, I Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores (25 julio 2021).
[6] Catequesis sobre la familia, 7: “Los abuelos” (11 marzo 2015).
[7] Ibíd.
Fuente: ACI Prensa