O hago algo para merecerlo o es normal que nadie me ame, es la experiencia más humana, pero ¿conoces la misericordia? Una reflexión necesaria del padre Carlos Padilla
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| anna.spoka | Shutterstock |
Me
gusta la palabra misericordia. Un corazón que se abaja ante el pobre. Un
corazón que se humilla para levantar al caído. Un corazón que me hace
experimentar un amor gratuito.
Un amor que se me da sin merecerlo pase lo que pase, haga lo que
haga. Así es la promesa llena de misericordia del Dios de Moisés:
«Multiplicaré
vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he
hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre».
Esa es la promesa de plenitud hecha al hombre desde Abrahán.
El pueblo de Israel no tenía nada que temer porque Dios les
había prometido todo. Sabían que Dios siempre estaría con
ellos y les regalaría su misericordia.
Dudar del amor
Pero el hombre pronto se olvida y comienza a pensar que el
amor o se merece o no se recibe, o se lo merecen los demás o no
puedo dárselo.
Castigo al que actúa mal y premio al que se comporta como yo
espero de él. El corazón humano no es como el de Dios.
Mi corazón no es tan misericordioso. Y por eso me cuesta a mí
creer en la misericordia infinita, de Dios, de los hombres.
¿Recibo lo que doy?
O hago algo para merecerlo o es normal que nadie me ame. Es la
experiencia más humana.
Si trato mal a una persona, si la desprecio, sería extraño que me
tratara con dulzura, con amor.
Si insulto y agredo acabaré recibiendo insultos y agresiones. Si
trato con ternura y sonrisas a las personas puede que reciba algo parecido.
Mis actos despiertan actos similares. Mis
palabras despiertan palabras. Mis silencios invocan silencios.
Toda mi vida tiene un eco en el
mundo. Cuando hago el mal no me suelen tratar con bondad.
El obispo misericordioso
Siempre recuerdo una escena de la obra Los miserables de
Victor Hugo. En ella el protagonista le roba al obispo que lo había acogido en su
casa y le había dado comida caliente y ternura. Se
despierta en la noche y le roba objetos de plata.
A la mañana siguiente lo detienen y lo llevan de regreso ante el
obispo.
El obispo, en lugar de echarle en cara a Jean Valjean su acto
mezquino lo trata como si fuera un amigo y él mismo le hubiera regalado esos
objetos.
La policía lo libera y el obispo le invita a irse con esos objetos
valiosos, a ver si así logra cambiar de vida.
Jean Valjean no puede creer en la bondad del obispo. Él no ha
experimentado nunca la misericordia, más bien sufrió la injusticia y el castigo
excesivo por actos pequeños.
Es lo que me puede pasar en mi vida.
¿He experimentado alguna vez la misericordia?
¿He tocado la bondad de alguien
que me ha amado sin yo merecerlo? ¿Me han dado un abrazo cuando lo que yo
merecía era el desprecio y el abandono?
Si nunca he experimentado la
misericordia es muy difícil que crea en ella. Si he recibido castigos por mis
actos siempre, yo actuaré igual con los míos.
Les pagaré de acuerdo con
sus obras. Si son buenas les daré mi amor. Si son malas les daré mi
desprecio.
Y no creeré que sea posible ser
amado sin merecerlo. Me parecerá una quimera. Por eso viviré intentando
demostrarle al mundo que merezco el amor. Que merezco que me amen. Que mis
obras son dignas de amor, de bondad.
¿Actúo por amor o por miedo?
Lucharé por hacer que mi vida
valga la pena y los demás la valoren. Me empeñaré en recibir el amor merecido.
Si soy bueno me querrán. Si no
actúo bien me despreciarán. Entonces mis obras no son movidas por el amor
a los demás sino por el miedo al rechazo.
No actuaré movido por el deseo de
abrazar, de amar a todos, sino que actuaré movido por el miedo a que alguien
descubra mi miseria y me trate como me merezco.
Si mis obras son malas, merezco
el desprecio y el olvido. Si mis obras son buenas merezco los halagos y los
abrazos. ¡Qué difícil resulta cambiar este esquema con el que he
crecido!
Un ejercicio iluminador
Desde niño recibí castigos y
caras largas si no actuaba como me habían dicho que lo hiciera. Si no me porto
bien, castigo.
Me detengo ante el cielo abierto y
me pregunto: ¿Cuándo recibí amor cuando lo que merecía era el desprecio?
¿Cuándo me dieron un abrazo en
lugar de una bofetada? ¿Cuándo recibí un elogio cuando merecía una crítica?
Mirar mi historia me da luz. Y me
ayuda a ver cuándo he vivido la misericordia.
¿Acaso no me ha perdonado Dios
mis pecados muchas veces? ¿Cómo me pueden seguir amando después de mis enojos,
rabias, reproches y distancias?
La misericordia es un don, nunca
un merecimiento.
Quisiera ahondar en mi vida y
palpar cuándo fui amado por mis hermanos, amigos, familiares sin merecerlo.
Si buceo en el alma encontraré esos
destellos de luz que acaban con la sombra que me deja la culpa.
Siempre me amó
Porque la culpa me llena de
sombra, de oscuridad, de miedos. Me hace sentir que no merezco el amor, ni
el abrazo, ni el perdón.
Quisiera darme cuenta: siempre
que fui rescatado de las aguas por las manos de un Dios bondadoso.
Recordar a los que un día me
dijeron que mi vida valía tal como era, que no necesitaba cambiar nada
para merecer ser amado, que mis heridas eran parte de mi belleza, y mis sombras
parte de mi verdad.
Que no tenía por qué ocultar lo
que no me gustaba de mí. Que no importaba si transparentaba con torpeza mis
flaquezas.
Que los demás me iban a amar
no por mis éxitos y mis logros, sino por mi humanidad herida, caída y levantada
desde el barro.
Esa verdad la olvido cuando vivo
mendigando amor y tratando de mostrarle al mundo cuánto valgo.
Es como si gritara a todos: ¿No
veis que merezco ser amado? Esa lucha me enferma. Y lo que me salva es ser
yo mismo en mi pobreza. No intentar parecer ser lo que no soy. Eso nunca
funciona.
La misericordia es clave en mi
vida, porque esa mirada misericordiosa de Dios es la que me construye de
nuevo, me sana por dentro y cura todas mis heridas. Sólo desde ese
amor único e incondicional vuelvo a la vida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






