Los libros de la Biblia anteriores al nacimiento de Cristo pueden resultar difíciles de comprender hoy, pero aportan algo valiosísimo a los cristianos
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Si se quiere llegar a ver claro,
hace falta empezar por las tinieblas. Puede parecer paradójico, pero en el
Antiguo Testamento la fórmula no es la de acudir allí donde hay luz, allí donde
cabe distinguir inmediatamente un reflejo del Nuevo Testamento. Hay que acudir
a lo que en principio parecería lo más opuesto.
Porque la luz que hay en el
Antiguo Testamento no es sino una luz naciente. Y si uno está a pleno sol
y tiene los ojos deslumbrados no verá la luz de la aurora.
Cuando uno entra en una cueva
verdaderamente oscura, al principio hace falta quedarse en la oscuridad un poco
de tiempo. Y a continuación las sombras enriquecen la penumbra.
Los que hacen
radioscopia saben bien esto: no puede hacerse una sesión de radioscopia si
antes uno no ha sometido un cierto tiempo su vista a la oscuridad
familiarizándose con ella.
En realidad, tenemos dos sistemas
de visión: uno hecho para la visión diurna y el otro para la nocturna. Y hace
falta un poco de tiempo para permitir que el primero de estos sistemas se
desconecte y que el segundo se inicie.
De la misma manera tenemos
nosotros dos sistemas de percepción bíblica, el neo-testamentario y el
vetero-testamentario.
Hay que desconectar el sistema
neo-testamentario y tener el valor de entrar en las tinieblas de ese
pueblo que yacía en las oscuridad y sobre el que apareció la luz, para poder
ver con él cómo aparece esta luz.
Antes hay que acostumbrarse
a la oscuridad, sin la cual siempre nos arriesgaríamos a comparar esa aurora
del Antiguo Testamento con la plena luz del Evangelio y consideraríamos, por
tanto, que ahí no cabe ver nada claro y que el Antiguo Testamento no aporta
nada al corazón del hombre.
Sin duda, que a esa parte de
nosotros mismos que está acostumbrada a leer el Evangelio, todo esto se nos
presenta como ensombrecido.
Por eso también debemos ponernos
en el lugar de ese pueblo que escuchó esto por primera vez. Si no nos ponemos
en su lugar, no comprenderemos nunca.
¿Tiene sentido leer hoy en día el
Antiguo Testamento?
Pero, ¿qué interés podemos tener
los cristianos en conocer cómo ha intuido progresivamente el pueblo de Israel
un don que hoy nos colma?
¿No existe solamente un interés
histórico? ¿Es que la forma de la Escritura que tenemos que meditar para
penetrar en la verdad completa no es más bien la del Nuevo Testamento?
En efecto, mientras que el
Antiguo Testamento puede ser definido como la ley de condena a muerte del
hombre viejo, se podría definir el Nuevo Testamento como la ley de entrada en
la vida del hombre nuevo.
Sin embargo, el Antiguo
Testamento tiene para nosotros un interés más que teórico.
Aunque esta etapa de la muerte
del hombre viejo haya sido por nosotros ya sustancialmente franqueada, no lo ha
sido totalmente.
El bautismo no nos ha otorgado
nada más que un germen del hombre nuevo. El hombre viejo permanece todavía
vivo en nosotros.
Durante toda nuestra vida hemos
de morir y renacer. Y en el momento de la muerte es importante que este hombre
nuevo introducido en nosotros en forma de germen sea viable para la vida
eterna.
Si no es viable para la vida
eterna, ha nacido muerto; concebido, pero nacido muerto.
El bautismo es su concepción y
nosotros somos, con nuestra libertad, responsables de que llegue a ser viable a
lo largo de nuestras vidas. Es decir, que lo esencial de lo que nosotros somos
vaya pasando progresivamente del hombre viejo al hombre nuevo. Y eso no se hace
por sí solo.
Es peligroso creerse ya «hombre
nuevo»
Es casi peligroso saberse alguien
en quien el hombre nuevo ha sido insertado, porque se puede creer que va a
crecer solo.
Sí; puede creerse uno
curado, cuando en realidad el hombre viejo sigue trabajando y lo
esencial de la vitalidad sigue estando en las manos de ese hombre viejo.
¿Cuál es entonces la táctica de
este?
No se opone frontalmente al
hombre nuevo. El hombre viejo insinúa. Sabe bien que si él se mostrase ateo en
el corazón del bautizado, en seguida este tomaría todas las medidas necesarias
para extirparle.
Asimismo, el hombre viejo, aunque
ateo, se disfraza de religioso; monopoliza a su manera, caricaturiza a su
manera el designio del hombre nuevo.
Le sorbe hasta la médula y más
que buscar echarle, se convierte en su parásito.
El hombre viejo no se presenta
como ateo, se presenta como idólatra, lo que es mucho más fino y delicado.
Dicho de otra forma: ya que no
puede mandar a Dios a paseo, se dedica a cogerlo con sus manos y a modelarlo a
su imagen.
Imágenes de Dios que no son Dios
El hombre viejo no se entregará
nunca en manos del Dios vivo porque eso sería su muerte. Igualmente prefiere
fabricarse un Dios confortable, aceptable.
Y el hombre nuevo, que no afina
mucho mientras es joven, es capaz de vivir mucho tiempo casi sin percatarse de
que otro está fabricándole su Dios, de que en vez de entregarse en manos del
Dios vivo se le está poniendo en sus manos un Dios de ensueño y que está
tratando de acallar y consolar su conciencia siendo fiel a un Dios… no
inventado quizás, pero en cualquier caso interpretado.
Este es el drama: el hombre viejo
se recluye, se hace a gusto de un evangelio insípido.
Y es capaz de cualquier cosa con
tal de no dejarse reconocer y de seguir parasitando las buenas intenciones —de
las que el infierno está lleno— y todo lo más noble de cuanto se desarrolla en
el corazón del hombre. Porque es capaz de falsificar todo, de
utilizar todo.
Así se explica por qué hay
que acabar con el hombre viejo y por qué hay ante todo que diagnosticar y
descubrir esa labor del hombre viejo idólatra que trata de ocultarse dentro de
nosotros haciéndonos creer que somos enteramente hombres del Nuevo Testamento,
que somos plenamente capaces de asimilar con corazón generoso el Evangelio y de
vivir de él.
Vayamos pues al Antiguo
Testamento. Veamos claramente allí las astucias y los engaños que utilizaba el
hombre viejo cuando huía de Dios.
Porque el Antiguo Testamento
es, ante todo, el gran diagnóstico de las falsificaciones del Dios vivo.
Nosotros los cristianos, con un
cierto quietismo, nos arriesgaríamos a dejarnos mecer en las manos de lo que
consideramos como «el buen Dios», en lugar de dejarnos conformar por quien es
el Dios vivo.
Pero el Antiguo Testamento puede
ponernos claramente de relieve nuestra idolatría, nuestras escapatorias,
hacernos comprender nuestra miseria, nuestra pobreza, permitiendo así que nos
contemos entre los pobres a los que pertenece el Reino.
Por Dominique Barthélemy, OP, en
la Introducción a Dios y su imagen. Esbozo de una teología bíblica.
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Fuente: Aleteia