11 – Octubre. Martes de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio
según san Lucas 11, 37-41
Cuando terminó de hablar, un fariseo le rogó que fuese a comer con él.
Él entró y se puso a la mesa. Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo:
«Vosotros, los fariseos, limpiáis por
fuera la copa y el plato, pero por dentro rebosáis de rapiña y maldad. ¡Necios!
El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Con todo, dad
limosna de lo que hay dentro, y lo tendréis limpio todo.
Comentario
Aquel fariseo
debió de quedar maravillado de las enseñanzas que acababa de escuchar y tuvo la
audacia de invitar a comer a Jesús, quien no pudo decir que no ante la
insistente súplica. Debió de entablarse tal confianza entre los dos que Jesús
rompió el habitual protocolo de la purificación de sus manos, pues, como él ya
había dicho a algunos fariseos y escribas, “comer sin lavarse las manos, no
hace impuro al hombre” (Mateo 15,20). Pero ese pequeño detalle escandalizó al
fariseo: aquella sincera admiración ante el maestro por la grandeza de su
doctrina se mutó repentinamente en severa crítica a causa de una minucia. A
continuación viene el reproche de Jesús, con palabras que hacen resonar aquel
oráculo del Señor, pronunciado por el profeta: “Aunque te laves con sosa y
derroches lejía, la mancha de tu culpa queda en mi presencia” (Jeremías 2,22).
¡Cuántas veces
Jesús se indigna ante la hipocresía, esa falta de coherencia en la conducta del
hombre! Sobre todo, cuando hay mucho empeño en cuidar las apariencias
descuidando la vida interior. Esa incoherencia es una ruptura de la unidad de
la persona humana, una especie de esquizofrenia, pues “quien hizo lo de fuera
hizo también lo de dentro”. ¿Qué sentido tiene mantener limpia solo por fuera
una vasija? Nadie querría beber o comer de ella, por muy limpia que estuviera
por fuera. Sería una vasija totalmente inútil para el fin con que la construyó
el alfarero. Jesús toma esa imagen para prevenirnos de un terrible peligro: que
en una misma persona conviva la maldad de corazón con una bondad que sea mera
apariencia.
Dios es quien
nos ha hecho por dentro y por fuera, y Él quiere vivir dentro de nosotros, de
modo que nuestro actuar sea reflejo de esa vida interior. Solo del fondo de un
corazón puro pueden salir obras buenas, y entre ellas destaca la limosna, que
“libra de la muerte y purifica de todo pecado” (Tobías 12,9). Hacemos nuestras
las palabras del salmista: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva en
mi interior un espíritu firme” (Salmo 51,12).
Josep Boira
Fuente: Opus
Dei