A veces queremos controlarlo todo para poder decir sí. El camino de la confianza y de la fe se abre para nosotros
![]() |
Shutterstock |
Decir que sí o que no. Emprender un viaje o quedarme en
casa. Decir te quiero o guardar silencio. Pronunciar tu nombre u
omitirlo. Abrazarte con ganas o dejarte ir. Sostener tu mirada o bajar la mía.
Silenciar mis gritos o acoger tus quejas. Sentir tu nostalgia o
gritarte mi alegría. Aceptar un camino o negar lo que me piden. Decía una
escritora mexicana recientemente fallecida, Paty Laurent: «Debo
reconocer mis precipicios».
Reconozco
mis precipicios ante tantas dudas. Los abismos que se abren ante mis ojos
ciegos. Y me da miedo dar
un paso más, decir que sí, retomar mi camino. ¿Y si me estoy equivocando? ¿Si
lo que decido ahora tiene consecuencias imprevisibles en el futuro? Me asustan
esos precipicios que me invitan al vuelo.
No sé volar.
Sé caminar sobre los caminos. Sé navegar sobre los mares. Pero ¿volar?
Imposible, no tengo alas. Me
cuesta creer en lo que no controlo y no sé si seré capaz de lo imposible. Es un camino incierto el que recorro.
Y el mañana se abre apenas visible en medio de la bruma. ¿Cómo voy a
decir que sí cuando tengo tanto miedo? ¿Es mi vanidad la
que me impulsa a decir que sí para no defraudar a nadie? ¿Es mi afán de valer y
ser querido? Una nube se cierne sobre el sol que brota en mi vida y me da
vértigo, demasiada altura.
¿Tengo que poder controlarlo todo para decirte que sí? No lo
sé. Me detengo ante mis precipicios dudando. El futuro siempre asusta. Más en
la perspectiva de la enfermedad y de la muerte.
Un sacerdote enfermo escribía:
El
fideísmo de algunos que dicen que todo se vence, y que con el Señor y la fe uno
no siente nada es anticristiano y niega el sufrimiento de Cristo en la carne.
Palabras vanas y poco convincentes. A mí una noticia como la dicha me cambia el
panorama de vida en un momento. Me rompe ilusiones, me destroza esquemas, me
desquicia el futuro, me quita ganas de casi todo.
El futuro puede tener rostro de precipicio, de altura insalvable,
de vacío inabarcable. Y entonces tiembla mi alma y se sobrecoge. Decir que sí
parece valiente o más bien algo de locos. Es como si no tuviera alma y viviera
desangelado, perdido por los caminos. El miedo en la carne es lo más humano que
tengo. Lo que más me hace hombre. Lo que más me salva.
Decía
Pablo D´Orsen el diario ABC el viernes 11 de marzo de 2016:
Lo
bueno de la vida es empezar. Tomar la carretera desconocida, caminar por ella
con la fiebre de la determinación y luego, al final, arrojarte por el
precipicio en el que esa carretera termina. Porque toda carretera conduce a un
precipicio. Y porque si no hay un precipicio a su término es que eso no es una
carretera, sino un espejismo.
Ante cada gran decisión que tomo surge un nuevo precipicio. Ante cada
nueva aventura nace un acantilado que me lleva al mar, a lo desconocido.
Tengo miedo y me asusta mi incapacidad real. Temo hacerlo todo
mal, fracasar, desilusionar a los que tienen ilusiones, desesperar a los que
aún guardan esperanzas, matar a los que tienen vida. Con mis gestos sin alma,
que son gestos desalmados. Con mis voces cansadas que no tienen fuerza ni vida.
Quiero decir que sí como tú una noche de los olivos, de estrellas,
de luna llena, de nostalgias infinitas. Una noche de huerto de
olivos, y de anhelo invisible. Una de esas que se abriría a un nuevo amanecer
sin que nadie lo comprendiera realmente.
Así es mi sí cuando dejo que se desboque precipicio abajo cayendo
sin temer el último impacto, el que conduce a la vida verdadera. ¿En serio tengo que
morir para nacer de nuevo? La muerte duele tanto, y la
renuncia, y el decirle que no a mi yo primario, a mi deseo más íntimo y salvaje
de ser feliz, ser yo mismo, ser amado.
Yo simplemente tomo el peso al camino que
tengo ante mis pasos. Y veo dos puertas, dos caminos, dos entradas, dos
salidas. La simplicidad de un camino o la exigencia del que ha decidido
entregarlo todo.
Le
tomo el pulso a los momentos que se despliegan ante mis ojos. Me conmueve el
amor de los que ya se han ido y me gritan desde lejos, para que tenga fe, para
que no
deje de luchar a cada paso, para que confíe cuando sienta que todo se ha
perdido.
Me conmueve el amor de los que me aman. Y me piden que no deje de
ser roca, o árbol donde detener su vuelo. Y yo tengo miedo. Me amo a mí mismo
menos de lo que quisiera. Y dudo de mis capacidades mucho más de lo que
esperaría.
El precipicio es hondo y no tengo alas; solo una fe infinita en
el Dios que me ama. Es lo único que podrá sostener ese
vuelo imposible.
Miro hacia delante. Entre un sí y un no se devana la trama de mi
vida. Yo confío como María ese día en la gruta que dejó nacer la carne de Dios
y permitió que viviera para siempre. Un sí sencillo, callado, escondido,
verdadero.
La vida sigue más allá de miles de precipicios. Sigue rumbo al
cielo. Esa mirada me salva, me eleva, me quita los miedos. Si solo pudiera
saber algo más… me basta el silencio, y su mano sobre la mía.
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia