Catequesis pronunciada por el Papa Francisco este miércoles 16 de noviembre sobre el sentido de la desolación, “una oportunidad para tener una relación más hermosa con Dios”
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El Papa Francisco llega a la Plaza de San Pedro. Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa |
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días, bienvenidos!
Retomamos hoy las catequesis
sobre el tema del discernimiento. Hemos visto lo importante que es leer lo que
se mueve dentro de nosotros, para no tomar decisiones apresuradas, en la ola
emocional del momento, solo para arrepentirnos cuando ya es demasiado tarde. Es
decir, leer qué sucede y después tomar las decisiones.
En este sentido, también el
estado espiritual que llamamos desolación, cuando en el corazón todo está
oscuro, está triste, este estado de desolación puede ser ocasión de
crecimiento. De hecho, si no hay un poco de insatisfacción, un poco de tristeza
saludable, una sana capacidad de habitar en la soledad y de estar con nosotros
mismos sin huir, corremos el riesgo de permanecer siempre en la superficie de
las cosas y no tomar nunca contacto con el centro de nuestra existencia.
La desolación
provoca una “sacudida del alma”: cuando uno está triste es como si el alma se
sacudiera; mantiene despiertos, favorece la vigilancia y la humildad y nos
protege del viento del capricho. Son condiciones indispensables para el
progreso en la vida, y, por tanto, también en la vida espiritual. Una serenidad
perfecta, pero “aséptica”, sin sentimientos, nos hace deshumanos cuando se
convierte en el criterio de decisiones y comportamientos.
Nosotros no podemos no hacer caso
a los sentimientos: somos humanos y el sentimiento es una parte de nuestra
humanidad; sin entender los sentimientos seremos deshumanos, sin vivir los
sentimientos seremos también indiferentes al sufrimiento de los otros e
incapaces de acoger el nuestro. Sin considerar que tal “perfecta serenidad” no
se alcanza por este camino de la indiferencia.
Esta distancia aséptica: “Yo no
me involucro con las cosas, yo tomo distancia”: esto no es vida, esto es como
si viviéramos en un laboratorio, cerrados, para no tener microbios,
enfermedades.
Para muchos santos y santas, la
inquietud ha sido un impulso decisivo para dar un giro a la propia vida. Esta
serenidad artificial, no va, mientras que la sana inquietud es buena, el
corazón inquieto, el corazón que trata de buscar camino. Es el caso, por
ejemplo, de Agustín de Hipona o de Edith Stein o de José Benito Cottolengo o de
Carlos de Foucauld.
Las decisiones importantes tienen
un precio que la vida presenta, un precio que está al alcance de todos: es
decir, las decisiones importantes no vienen de la lotería, no; tienen un precio
y tú debes pagar ese precio. Es un precio que tú debes pagar con tu corazón, es
un precio de la decisión, un precio que hay llevar adelante, un poco de
esfuerzo. No es gratis, pero es un precio al alcance de todos. Todos nosotros debemos
pagar esta decisión para salir del estado de indiferencia, que nos abate,
siempre.
La desolación es también una
invitación a la gratuidad, a no actuar siempre y solo en vista de una
gratificación emotiva. Estar desolados nos ofrece la posibilidad de crecer, de
iniciar una relación más madura, más hermosa, con el Señor y con las personas queridas,
una relación que no se reduzca a un mero intercambio de dar y tomar. Pensemos
en nuestra infancia, por ejemplo, cuando somos niños, sucede a menudo que
buscamos a los padres para obtener algo de ellos, un juguete, dinero para
comprar un helado, un permiso... Y así los buscamos no por sí mismos, sino por
un interés. Sin embargo, ellos son el don más grande, los padres, y esto lo
entendemos a medida que crecemos.
También muchas de nuestras
oraciones son un poco de este tipo, son peticiones de favores dirigidos al
Señor, sin un verdadero interés por Él. Vamos a pedir, pedir, pedir al Señor.
El Evangelio señala que Jesús a menudo estaba rodeado de mucha gente que lo
buscaba para obtener algo, curaciones, ayudas materiales, pero no simplemente
para estar con Él. Estaba rodeado de multitud y, sin embargo, estaba
solo.
Algunos santos, y también algunos
artistas, han meditado sobre esta condición de Jesús. Podría parecer raro,
irreal, preguntar al Señor: “¿Cómo estás?”. Y sin embargo es una manera muy
hermosa de entrar en una relación verdadera, sincera, con su humanidad, con su
sufrimiento, también con su singular soledad. Con Él, con el Señor, que ha
querido compartir hasta el fondo su vida con nosotros.
Nos hace mucho bien aprender a
estar con Él, a estar con el Señor sin otro fin, exactamente como nos sucede
con las personas a las que queremos: deseamos conocerlos cada vez más, porque
es hermoso estar con ellos.
Queridos hermanos y hermanas, la
vida espiritual no es una técnica a nuestra disposición, no es un programa de
“bienestar” interior que nosotros debemos programar. No. La vida espiritual es
la relación con el Viviente, con Dios, el Viviente, irreductible a nuestras
categorías. Y la desolación entonces es la respuesta más clara a la objeción
que la experiencia de Dios sea una forma de sugestión, una simple proyección de
nuestros deseos.
La desolación es no sentir nada,
todo oscuro: pero tú buscas a Dios en la desolación. En este caso, si pensamos
que es una proyección de nuestros deseos, siempre seríamos nosotros quienes la
programáramos, siempre estaríamos felices y contentos, como un disco que repite
la misma música. En cambio, quien reza se da cuenta de que los resultados son
imprevisibles: experiencias y pasajes de la Biblia que a menudo nos han
entusiasmado, hoy, extrañamente, no suscitan ningún entusiasmo. E, igualmente
de forma inesperada, experiencias, encuentros y lecturas a los que nunca se
había hecho caso o que se prefería evitar ―como la experiencia de la cruz― dan
una paz inmensa. No tener miedo a la desolación, llevarla adelante con
perseverancia, no huir. Y en la desolación tratar de encontrar el corazón de
Cristo, encontrar al Señor. Y la respuesta llega, siempre.
Frente a las dificultades, por
tanto, nunca desanimarse, por favor, sino afrontar la prueba con decisión, con
la ayuda de la gracia de Dios que nunca nos falla. Y si escuchamos dentro de
nosotros una voz insistente que quiere distraernos de la oración, aprendamos a
desenmascararla como la voz del tentador; y no nos dejemos impresionar:
simplemente, ¡hagamos precisamente lo contrario de lo que nos dice! Gracias.
Fuente: ACI Prensa






