Juan Diego sintió el abrazo de Nuestra Señora de Guadalupe cuando quería huir, no había reproche ni queja en su voz, solo amor y misericordia. Una preciosa reflexión del padre Carlos Padilla
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Santiago Mejía LC | Cathopic |
Miro
a María. En el Tepeyac sonriendo a Juan Diego. La miro conmovido, como ese niño
indio, ese Juan Diego que quiso de mil maneras huir de una misión demasiado
grande para él.
Quiso evitar a María con una excusa, su tío
estaba muy grave. ¿No habría alguien más que pudiera llevarlo a cabo? ¿Por qué
él que no era nadie?
Otros le servirían a María o si no él, más tarde, cuando ya el
problema de su tío estuviera resuelto.
Pero María lo eligió a él, el más pequeño de
sus hijos. Lo fue a buscar a él cuando
trató de evitarla.
Dios elige a los pequeños para sorprender a los sabios y
arrogantes, a los que piensan que son algo y que lo saben todo. A los que creen
que siempre tienen la razón y no necesitan de nadie para hacer lo que Dios les
pide.
Confiar en María
Es tan sutil el engaño de mi
orgullo, de mi vanidad... Me hace pensar que yo puedo solo,
que seré capaz de llegar a la meta antes que nadie.
Soy inteligente y listo. Yo valgo. Dios no puede prescindir de mí.
Y los demás no hacen las cosas como son, no son tan capaces. Sonrío satisfecho
en mi vanidad.
Hoy miro a Juan Diego. Un niño hombre. Con
miedo, incapaz, débil, necesitado, recio y valiente. Responsable de los suyos.
Preocupado, audaz.
Lo
miro como ese niño que tiene una pureza santa en la
mirada. Quizás de eso se trate cuando pienso en María. En ser un niño ante
Ella, en sus brazos. En confiar en medio de mi debilidad.
El milagro de las flores
Juan Diego obedece a María y
sube a un monte donde no hay flores, porque no es la época, porque no es
posible. Llega allí y encuentra unas flores maravillosas.
Entonces cree en el milagro. Es la prueba que
necesita el obispo para creer, para construir una pequeña Iglesia.
Corre con la prueba dentro de su tilma. Llega frente al obispo
feliz y abre su tilma. Se desparraman por el suelo las rosas maravillosas.
Lo ha hecho, lo conseguido. ¿Qué más le puede pedir el obispo? Ahí
está la prueba. Él ha sido capaz de traer las flores, eso basta.
Bueno, María, lo ha hecho posible, pero él ha
sido el instrumento. Allí ha puesto la prueba que hacía
falta.
Son unas flores maravillosas cuando era imposible que estuvieran
allí en esa época. Y sonríe satisfecho al ver el asombro del obispo.
La maravilla de María
Pero el obispo Juan de Zumárraga, ya no mira las rosas
desparramadas, ya no le asombra ese milagro. Se ha quedado atónito mirando a
María.
Ahora
su mirada se posa en Juan Diego, mira su tilma, mira el rostro grabado en su
pecho. ¿Cómo es eso posible? No lo entiende. Nadie de los presentes lo
entiende. Están asombrados.
Pero Juan Diego todavía no ve a María. Piensa que el asombro es
por las flores. Como yo tantas veces que veo el asombro de los hombres por mis
obras, por lo que digo, por lo que consigo.
Son éxitos tan pequeños… Pero no soy yo, los hombres
miran a María en mis obras. Ese es el milagro, que en mi tilma
esté María, su rostro.
Así puede pasar en mi vida si dejo que vean a Dios, a María a
través de mí. Si no me pongo yo en el centro y dejo que el centro sea de María.
La humildad lo hace posible
Porque ese es el milagro. El milagro es la humildad de
Juan Diego. Su actitud confiada de niño. Porque cree en las palabras de María:
No se turbe tu corazón. ¿No estoy aquí que soy tu
madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en
mí regazo? No te apene ni te inquiete otra cosa.
Y siente ese abrazo de María cuando
quería huir. No hay reproche en su voz. No hay queja por su deseo
de desaparecer. Hay amor, misericordia.
María se conmueve al ver los ojos tristes de Juan Diego. Quiere que
esté alegre, que tenga paz.
Sin miedo
Lo
hace conmigo cada vez que pone sobre mis hombros una misión imposible. Me dice
que no tema, que Ella cargará el peso de la cruz y sostendrá mis brazos.
Que no tema que Ella dejará su rostro impreso en mis obras, en
mis palabras, en mis silencios.
Que los demás creerán que soy yo, pero que no tema, que Ella
estará a mi lado para recordarme que en mi pequeñez, su fuerza es la que me
sostiene. Para que no deje nunca de señalarla a Ella.
No tengo miedo, no estoy triste, su
rostro queda impreso en mi pecho y eso me llena de alegría y de paz.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia