22 - Diciembre. Jueves de la IV semana de Adviento
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Evangelio según san Lucas 1, 46-56
María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a
Israel, su siervo, acordándose de la misericordia —como lo había prometido
a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa.
Comentario
María se preguntaría muchas veces
por qué ella era diferente a los demás. Diferente a sus familiares, a sus
amigas, a sus vecinos.
En sus conversaciones con unos y
otros vería el egoísmo de sus corazones, la vanidad de sus palabras, el rencor
de sus juicios críticos, la pereza de sus trabajos y cuidados. Y se preguntaría
por qué ella no era así.
Hasta que el ángel Gabriel le
habla de cómo Dios la ha soñado, la ha creado, se ha enamorado de ella. Todo
adquiere sentido, todo tiene una luz nueva.
El Magnificat es el
fruto de su oración durante esos días de camino de Nazaret hasta la casa de
Zacarías e Isabel. De su diálogo pausado y agradecido con Dios Padre.
María se da cuenta de su
grandeza, de su poder: ser la amada de Dios. Desde siempre y para siempre amada
por Dios. Toda su vida consistió en no ponerse a sí misma en el centro, sino
dejar espacio a Dios, a quien encuentra en la oración y en el servicio a los
que tiene alrededor.
María es grande no porque haya
hecho cosas grandes por sí misma, sino porque ha estado disponible para que
Dios actuara, porque se ha dejado tocar por Dios, porque se sabe amada
incondicionalmente por Dios.
La vida de María es así
revolucionaria. No se mira a sí misma, sino a Dios y, a través de Dios, a los
demás.
Como señala el Papa Francisco,
“las cosas grandes que el Todopoderoso ha hecho en la vida de María nos hablan
también del viaje de nuestra vida, que no es un deambular sin sentido, sino una
peregrinación que, aun con todas sus incertidumbres y sufrimientos, encuentra
en Dios su plenitud” (Papa Francisco, Mensaje para la XXXII Jornada
Mundial de la Juventud 2017).
Todos nosotros somos también los
amados por Dios; los desde siempre y para siempre amados. Cuando Dios se fija
en nosotros ve el amor con el que Él nos ha creado. Mira más allá de nuestras
fragilidades y miserias. Desea purificarnos, encendernos, que no perdamos de
vista su mirada.
Él está mirando todo lo que
podemos dar, todo el amor que somos capaces de ofrecer. Nos llama a dejar una
huella de amor divino en la vida, una huella que marque la historia, nuestra
historia y la historia de muchos.
Luis Cruz
Fuente: Opus Dei