20 – Diciembre. Martes de la IV semana de Adviento
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Evangelio
según san Lucas 1, 26-38.
En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible».
María contestó: «He
aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se
retiró.
Comentario
La Escritura
testimonia el caso de mujeres que conciben y dan a luz por encima de las
expectativas humanas. A veces son anuncios del Señor o de un mensajero suyo;
otras, las propias mujeres lo piden a Dios. Sara, siendo estéril, dio a luz a
Isaac (cf. Génesis 21,3); él mismo imploró a Dios que su mujer Rebeca, también
estéril, concibiese; y dio a luz a Esaú y Jacob (cf. Génesis 25,21). También
Raquel, la mujer de Jacob, era estéril, hasta que Dios la hizo fecunda (cf.
Génesis 30,22-23). Ana, después de rezar mucho, concibió y dio a luz a Samuel
(cf. 1 Samuel 1,20). A la mujer de Manóaj el ángel del Señor le anunció que iba
a tener un hijo; y dio a luz a Sansón (cf. Jueces 13,24). Y a Zacarías el ángel
le anunció que el Señor había escuchado su oración, de modo que su mujer, estéril
y ya anciana, iba a concebir y dar a luz a Juan el precursor del Mesías (cf.
Lucas 1,13).
Dios es el
autor de la vida, es fiel a sus promesas y no deja de escuchar las súplicas de
sus hijos. De ese modo ha ido preparando a su pueblo para acoger el cumplimiento
definitivo de todas las profecías. Y así, otra hija suya, de nombre María,
virgen, ya desposada con José, la predilecta del Señor, sin mancha de pecado
desde su concepción, fue la escogida desde toda la eternidad para que en su
seno el Unigénito del Padre, por obra del Espíritu Santo, se encarnase.
Prodigio admirable de Dios. La doncella de Nazaret acogió libremente la llamada
a ser la Madre virginal del Mesías. Y se puso al servicio del Señor. La
liturgia de la Iglesia nos ayuda a contemplar con asombro la grandeza de este
misterio: “Porque la Virgen escuchó con fe, del mensajero celeste, que iba a
nacer entre los hombres y en favor de los hombres, por la fuerza del Espíritu
Santo que la cubrió con su sombra, aquel a quien llevó con amor en sus purísimas
entrañas (...)”[1].
Al acercarse
la Navidad, queremos también nosotros acoger este anuncio, por el que hemos
sido hechos hijos de Dios. Y unirnos, con nuestra vida, al servicio
incondicional de María a la obra de la redención “en favor de los hombres”. Un
servicio alegre y abnegado que contribuirá a que muchos descubran también su
llamada. San Josemaría contempló con gran fecundidad el “hágase” de María: “¡Oh
Madre, Madre!: con esa palabra tuya –"fiat"– nos has hecho hermanos
de Dios y herederos de su gloria. –¡Bendita seas!”[2].
[2] San Josemaría, Camino, n. 512.
Josep Boira
Fuente: Opus
Dei