El Papa Francisco presidió este jueves 29 de junio en la Basílica de San Pedro del Vaticano la Misa por la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, patronos de Roma
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El Papa Francisco en la Misa por la Solemnidad de San Pedro y San Pablo de este jueves 29 de junio. Crédito: Daniel Ibañez/ACI Prensa. |
A la ceremonia asistieron los
miembros de la Delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla y se
bendijeron los palios que se les impondrán a los Arzobispos Metropolitanos,
nombrados en el transcurso del año.
A continuación, la homilía
pronunciada por el Papa Francisco:
Pedro y Pablo, dos Apóstoles
enamorados del Señor, dos columnas de la fe de la Iglesia. Y mientras
contemplamos sus vidas, el Evangelio de hoy nos presenta la pregunta que Jesús
hace a sus discípulos: “¿Quién dicen que soy?” (Mt 16,15). Esta es la pregunta
fundamental, la más importante: ¿quién es Jesús para mí? ¿Quién es Jesús en mi
vida? Veamos cómo respondieron a esta pregunta los dos Apóstoles.
La respuesta de Pedro se podría
resumir en una palabra: seguimiento. Pedro vivió en el seguimiento del Señor.
Cuando Jesús interrogó a los discípulos aquel día en Cesarea de Filipo, Pedro
respondió con una hermosa profesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo” (Mt 16,16). Una respuesta impecable, precisa, puntual, podríamos decir
una perfecta respuesta de "catecismo". Pero esa respuesta es fruto de
un camino. Sólo después de haber vivido la fascinante aventura de seguir al
Señor, después de haber caminado con Él y en pos de Él durante tanto tiempo,
Pedro llega a esa madurez espiritual que lo lleva, por gracia, por pura gracia,
a una profesión de fe tan lúcida.
De hecho, el mismo evangelista
Mateo nos cuenta que todo empezó un día en que, a orillas del mar de Galilea,
Jesús pasó por allí y lo llamó, junto con su hermano Andrés, e “inmediatamente,
ellos dejaron las redes y lo siguieron” (Mt 4, 20). Pedro lo dejó todo para
seguir al Señor. Y el Evangelio subraya que los hizo “inmediatamente":
Pedro no le dijo a Jesús que se lo pensaría, no hizo cálculos para ver si le
convenía, no puso excusas para demorar la decisión, sino que dejó las redes y
lo siguió, sin pedir de antemano ninguna seguridad. Todo lo iría descubriendo
día a día, al seguir a Jesús y caminar tras Él. Y no es casualidad que las
últimas palabras que Jesús le dirige en los Evangelios sean: “Tú sígueme” (Jn
21,22), es decir el discipulado.
Pedro, por tanto, nos dice que a
la pregunta “¿quién es Jesús para mí?” no basta responder con una fórmula
doctrinal impecable, ni siquiera con una idea que nos hayamos construido de una
vez por todas. No. Es siguiendo al Señor como aprendemos a conocerlo cada día;
es haciéndonos sus discípulos y acogiendo su Palabra la manera en que nos
convertimos en sus amigos y experimentamos su amor transformador. Ese
"inmediatamente" resuena también para nosotros: si podemos posponer
tantas cosas en la vida, el seguimiento de Jesús es inaplazable; ahí no podemos
dudar, no podemos poner excusas. Y cuidado, porque algunas excusas se disfrazan
de espiritualidad, como cuando decimos "no soy digno", "no soy
capaz", "¿qué puedo hacer yo?". Esto es un truco del demonio,
que nos roba la confianza en la gracia de Dios, haciéndonos creer que todo
depende de nuestras capacidades.
Despojarnos de nuestras
seguridades terrenales, inmediatamente, y seguir a Jesús cada día: ésta es la
encomienda que Pedro nos confía hoy, invitándonos a ser Iglesia-en-seguimiento.
Iglesia- en-seguimiento. Una Iglesia que desea ser discípula del Señor y
humilde servidora del Evangelio.
Sólo así podrá dialogar con todos
y convertirse en lugar de acompañamiento, cercanía y esperanza para las mujeres
y los hombres de nuestro tiempo. Sólo así, incluso aquellos que están más
alejados y a menudo nos miran con desconfianza o indiferencia, podrán
finalmente reconocer, con el Papa Benedicto: «La Iglesia es el lugar del
encuentro con el Hijo de Dios vivo, y así es el lugar de encuentro entre
nosotros» (Homilía en el II domingo de Adviento, 10 diciembre 2006).
Y ahora llegamos al Apóstol de
los gentiles. Si la respuesta de Pedro consistió en el seguimiento, la de Pablo
fue el anuncio, el anuncio del Evangelio. También para él todo comenzó por
gracia, con la iniciativa del Señor. En el camino de Damasco, mientras llevaba
a cabo con determinación feroz la persecución de los cristianos, atrincherado
en sus convicciones religiosas, Jesús resucitado le salió al encuentro y lo
dejó ciego con su luz, o, mejor dicho, gracias a esa luz Saulo se dio cuenta de
lo ciego que estaba: encerrado en el orgullo de su rígida observancia,
descubrió en Jesús el cumplimiento del misterio de la salvación.
Y, comparado con la sublimidad
del conocimiento de Cristo, considera en adelante como "desperdicio"
todas sus certezas humanas y religiosas (cf. Flp 3,7-8). Así, Pablo dedica su
vida a recorrer tierra y mar, ciudades y aldeas, sin importarle sufrir penurias
y persecuciones con tal de anunciar a Jesucristo. Viendo su historia, parece
que cuanto más anuncia el Evangelio, más conoce a Jesús. El anuncio de la
Palabra a los demás también le permite penetrar en las profundidades del
misterio de Dios; el Pablo que escribió “¡ay de mí si no predicara el
Evangelio!” (1Co 9,16) es el mismo que confiesa “para mí la vida es Cristo”
(Flp 1,21).
Pablo, entonces, nos dice que a
la pregunta "¿quién es Jesús para mí?" no se responde con una
religiosidad intimista, que nos deja indiferentes ante la inquietud de llevar
el Evangelio a los demás. El Apóstol nos enseña que crecemos en la fe y en el
conocimiento del misterio de Cristo cuanto más somos sus heraldos y testigos.
Esto sucede siempre: cuando evangelizamos, somos evangelizados. Es una
experiencia diaria, cuando evangelizamos, permanecemos evangelizados. La
Palabra que llevamos a los demás vuelve a nosotros, porque en la medida en que
damos, recibimos mucho más (cf. Lc 6, 38). Esto también es necesario para la
Iglesia de hoy: poner el anuncio en el centro. Ser una Iglesia que no se cansa
de repetir "para mí la vida es Cristo" y "ay de mí si no predico
el Evangelio". Una Iglesia que necesita el anuncio como el oxígeno para
respirar, que no puede vivir sin transmitir el abrazo del amor de Dios y la
alegría del Evangelio.
Hermanos y hermanas, celebremos a Pedro y a Pablo. Ellos respondieron a la pregunta fundamental de la vida “¿quién es Jesús para mí?”, viviendo el seguimiento y anunciando el Evangelio. Es hermoso si crecemos como Iglesia del seguimiento, como Iglesia humilde que nunca da por sentado la búsqueda del Señor.
Es hermoso si nos convertimos en
una Iglesia extrovertida, que no encuentra su alegría en las cosas del mundo,
sino en anunciar el Evangelio al mundo, para sembrar la pregunta sobre Dios en
el corazón de las personas. Llevar al Señor Jesús a todas partes, con humildad
y alegría: en nuestra ciudad de Roma, en nuestras familias, en las relaciones y
en los barrios, en la sociedad civil, en la Iglesia, en la política, en el
mundo entero, especialmente allí donde anidan la pobreza, la degradación y la
marginación.
Y, hoy, en el momento en que
algunos de nuestros hermanos arzobispos reciben el palio, signo de comunión con
la Iglesia de Roma, quisiera decirles: sean apóstoles como Pedro y Pablo. Sean
discípulos en el seguimiento y apóstoles en el anuncio, lleven la belleza del
Evangelio a todas partes, junto con todo el Pueblo de Dios. Y, por último,
quisiera dirigir un afectuoso saludo a la Delegación del Patriarcado ecuménico,
enviada hasta aquí de parte de mi querido Hermano Su Santidad Bartolomé.
Gracias por su presencia, gracias: avancemos juntos, avancemos juntos, en el
seguimiento y el anuncio de la Palabra, creciendo en fraternidad. Que Pedro y
Pablo nos acompañen e intercedan por todos nosotros.
Fuente: ACI Prensa