Un revólver que al final no utilizó y un crucifijo fueron las armas que llevó el Lobo cuando logró infiltrarse en ETA en los 70. Hoy tiene como director espiritual al obispo auxiliar de Valencia
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| Artuto Ros considera un «regalo» ser el director espiritual del agente. Foto: AVAN/Alberto Saíz |
«Yo siempre he ido con la pistola en el cinto y con el crucifijo en el
bolsillo», dice Mikel Lejarza, alias el Lobo, el policía que se
infiltró en ETA en los años 70 logrando la detención de más de 150 terroristas
y el descabezamiento de la cúpula, además de evitar numerosos atentados.
Después de descubrirle, la banda terrorista empapeló las calles del País Vasco
con su fotografía y el lema: «Se busca». Tuvo que esconderse, operarse la cara
para no ser reconocido y vivir oculto por los Cuerpos de Seguridad del Estado
para el resto de su vida. Ahora atiende la llamada de Alfa y Omega y
reconoce: «Yo no me habría metido en todo eso si no hubiese sido por mi fe. Mis
mandos me dijeron que salir con vida de esa misión iba a ser complicado y que,
si lo conseguía, iba a llevar una vida errante, como así ha sido. Pero yo me
sentía responsable, quería hacer algo bueno para evitar muertes. Para mí fue un
pensamiento dictado desde el cielo, porque de otra manera no habría sido tan
claro».
En Secretos de confesión (Roca Editorial), la
continuación de su primera y exitosa biografía, Yo confieso, cuenta cómo su infancia giró alrededor de la
parroquia, pues «yo jugaba en el patio de un convento cercano a mi casa y los
religiosos tenían mucha relación con mi familia, aunque con el tiempo me enteré
de que en ese entorno se había fraguado el origen de ETA», explica en conversación
con este semanario. Años después entró en los servicios de inteligencia y pasó
a Francia para ganarse la confianza de los terroristas que estaban esperando
volver a España para cometer atentados. «La mayor parte de ellos no sabían por
qué estaban allí. Se sentían importantes si les llamaban para un asesinato.
Eran pobres infelices que no sabían lo que hacían y la cúpula de ETA se
aprovechaba de eso».
En Francia se infiltró con una pistola que había llevado a bendecir a un
sacerdote: «Lo hice para no tener que utilizarla y así fue, gracias a Dios». Y
aunque practicar su fe fue difícil para él en ese tiempo, paradójicamente pudo
ir a visitar el santuario de Lourdes acompañado de dos jóvenes cachorros de
la banda terrorista. «Les metí en la basílica —recuerda—, y nos pusimos a rezar
ahí, uno a cada lado. Yo por dentro le pedía a la Madre que me ayudara en mi
misión, y rezaba por esos dos chicos también». Años más tarde, uno de ellos se
entregó a la Policía y el otro murió en un tiroteo. Por eso hoy reza por los
etarras «que ya no están con nosotros» y también por los que siguen vivos,
«para que cambien su forma de pensar».
Ya han pasado muchos años de aquello, aunque «las personas como yo no nos
retiramos nunca», dice el Lobo. Después de su infiltración en ETA estuvo
implicado en otras operaciones de inteligencia, pero siempre ha tenido el mismo
compañero: «Lo que me ha hecho seguir adelante y aguantar los momentos más
difíciles fue creer en Dios, que me ha ayudado tanto… Nadie por sí solo es
capaz de salir de tantas cosas. Yo sé que he recibido una ayuda muy especial,
estoy convencido».
Como una película de espías
En la etapa actual de su vida, el Lobo cuenta con otra ayuda
especial, la de Arturo Ros, obispo auxiliar de Valencia, su director
espiritual. «Nos conocimos de una manera casual —afirma Ros— y desde entonces
nos vemos cuando nos es posible en algún lugar de España». Ros conocía al Lobo «porque
amo la historia de mi país», pero ahora su relación se ha hecho más estrecha,
hasta el punto de que el obispo ha escrito el epílogo de Secretos de
confesión.
«Cuando nos vemos, rezamos juntos. Mikel es una persona muy espiritual, con
una fe fuerte y una devoción sencilla a la Virgen. Va a Misa, reza el rosario,
se confiesa habitualmente… Es un creyente total e íntegro», dice el obispo, a
quien lo que más ha impresionado es que «reza siempre por las personas que han
muerto e incluso por los causantes de los daños de los que ha sido testigo».
Además, «nunca le he escuchado manifestar rencor ni odio contra nadie»,
constata Ros, quien para quedar con el agente y proteger su identidad tiene que
vivir situaciones similares a las que se ven en cualquier película de espías.
Para Mikel, Arturo Ros «es como mi hermano, es la luz que me ha dado Dios
en mi camino. Conoce a mi mujer y nos ayuda mucho. Es muy natural y se hace
querer enseguida». De este modo, vive esta etapa de su vida un chaval de
parroquia que decidió ofrecer su vida por España «mirando a Dios».
Juan Luis Vázquez
Díaz-Mayordomo
Fuente: Alfa y Omega






