Lo de hoy es amar al prójimo, a las cosas y a nosotros mismos, pero se nos olvida que primero hay que amar a Dios
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Ksenia Kirillovykh | Shutterstock |
Los
seres humanos somos proclives a simplificar todo. A veces lo simplificamos con
vistas a reducir lo que sobra y otras veces, simplificamos para acallar nuestra
propia conciencia. Solemos utilizar varias técnicas eficaces, como determinar
“lo mejor” y olvidarnos de los demás; o unificar lo diferente para solo
preocuparnos de una cosa.
Este es el caso de quienes deciden que, siendo solidarios con los
necesitados, están cumpliendo con el mandato evangélico de amar a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. A esta simplificación se une la
tendencia a preocuparnos únicamente por los necesitados que nos caen
simpáticos, dejando a los demás de lado. ¿Esto es realmente amar a Dios? Veamos
lo que nos dice San Agustín:
Amamos
a Dios con el mismo amor con el que amamos al prójimo. Más, como una cosa es
Dios y otra el prójimo, aunque sean amados con un mismo amor, no por eso es una
misma cosa lo amado. San Agustín (Sermón 265,9).
Amar a Dios sobre todas las cosas
No hay duda de que quien hace un bien al prójimo se lo hace a Dios
mismo, sobre todo si el bien conlleva desprendimiento, verdadera justicia y
misericordia. Pero, amar a Dios es mucho más que amar a nuestro prójimo. Dejar
el amor de Dios a un lado nos impide amar de verdad a nuestros hermanos.
Amar a Dios nos lleva a encontrar en todo lo creado la bondad,
belleza y verdad que ha puesto Dios. Estos tres trascendentales nos conectan y
sintonizan con Dios. Nos permiten verlo en los demás y también en nosotros
mismos. Nos permiten ver la acción de Dios sobre el mundo, ya que donde actúa
Dios aparece belleza, bondad y verdad. Y nos permite discernir y entender de
dónde parten muchos de los males que nos aquejan.
Dios nos mandó amarle sobre todas las cosas. Esto a veces nos
parece imposible y otras veces nos parece inútil. ¿No es mejor amar las cosas y
la gente que vemos y con la que nos relacionamos? ¿No es Dios un Dios lejano,
que no aparece entre nosotros? ¿Por qué tenemos que tenerle en cuenta si no nos
sirve para nada?
Estas preguntas son actuales y llevan siéndolo desde que el ser
humano fue creado. La tentación de Adán y Eva presupone que Dios no estaba
presente cuando más lo necesitaban. La caída en el pecado, presupone que no
tenemos más opción que ser egoístas y soberbios, porque simplemente, así somos.
Primero amar a Dios
Detrás de todas estas dudas está el amor egoísta que olvida que
hay mucho más detrás de las apariencias del mundo. San Agustín nos explica que
Dios no quiere que no amemos lo visible, sino que ordenemos el amor que tenemos
por cada cosa, persona y realidad: «No quiero que no ames nada, pero quiero que
ordenes tu amor» (Sermón 335C,
13).
El amor debe ser ordenado y no caótico. Primero amar a Dios,
después aprender a ver a Dios en cada uno de nosotros. Amarnos de forma no
egoísta nos permite ver que Dios está en los demás, nos caigan bien o mal.
Después, amar todo lo animado e inanimado que nos rodea, porque en todo hay
reflejos de Dios.
Aunque amemos con el mismo amor, cada cosa necesita de un amor
diferente.
Nestor Mora
Fuente: Aleteia