5 – Agosto. Sábado de la XVII semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 14, 1-12
En aquel tiempo, oyó el tetrarca Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus cortesanos: «Ese es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso las fuerzas milagrosas actúan en él».
Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le era lícito vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta.
El día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó delante de todos y le gustó tanto a Herodes, que juró darle lo que pidiera. Ella, instigada por su madre, le dijo: «Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista».
El rey lo sintió, pero, por el juramento y los invitados, ordenó que se la dieran, y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven y ella se la llevó a su madre.
Sus discípulos recogieron el
cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús.
Comentario
Jesucristo recibe la noticia de
la muerte de Juan el Bautista de labios de sus discípulos. Saben de lo mucho
que se querían y no dudan en ir a contárselo, quizá para encontrar también un
poco de consuelo.
¡Con cuánto dolor escucharía
Jesucristo el relato de la muerte de su pariente y amigo! ¡Con qué ternura
consolaría los corazones atribulados de aquellos discípulos, amigos de Juan!
¡Cómo les animaría en esos momentos hablándoles de la grandeza de aquel hombre!
Un hombre que no dudó en perder la cabeza por Jesús.
La defensa de la verdad, la que
nos hace libres, la que no es negociable, la enemiga de los falsos compromisos
que buscan salvar el pellejo, nos lleva a perder la cabeza.
Las palabras de Juan iluminaban a
los hombres y mujeres de su tiempo, incluso al propio Herodes. Se dirigían al
fondo de sus corazones y allí sembraban la semilla de la verdad, del bien, de
la justicia, del amor. Eran palabras capaces de sacar a la luz ese fragmento de
humanidad que, aunque sepultado por una montaña de mentiras, habita en el
corazón de todo hombre.
Herodes se había ido deslizando
por un camino sin retorno, condenándose a una vida esteril, infeliz, encerrado
en sí mismo, en su egoísmo. Juan le habla al corazón, quiere sacarlo de la
cárcel en la que está enjaulado.
Con su propia vida le quiere
mostrar cómo el amor verdadero, profundo y fecundo, es aquél que está dispuesto
a donarse por entero, perder la vida por las personas amadas, perder la cabeza
por ellas.
Es la “inquietud de amor” que
busca “siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada, con esa
intensidad que lleva incluso a las lágrimas”; que “impulsa a salir al encuentro
del otro, sin esperar que sea el otro quien manifiesta su necesidad”[1].
Con nuestro amor inquieto, lleno
de detalles concretos, amando desde el Corazón de Jesucristo, estamos
recordando a los demás cómo es el amor de Dios por ellos, cuál es su verdad más
profunda: son hijos amados de Dios Padre. No tenemos que tener miedo a perder
la cabeza en esos detalles de amor.
[1] Papa
Francisco, Homilía del 28 de agosto de 2013.
Luis Cruz
Fuente: Opus Dei






