El Papa Francisco ha celebrado este viernes 3 de noviembre la tradicional Misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano en sufragio por los cardenales y obispos fallecidos
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| El Papa Francisco durante la Misa en memoria de Benedicto XVI y obispos y cardenales fallecidos | Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa |
Este año, lo ha hecho
especialmente en memoria de Benedicto XVI, quien
falleció el 31 de diciembre de 2022.
A continuación, la homilía pronunciada
por el Santo Padre:
Jesús estaba a punto de entrar en
Naím, los discípulos y “una gran multitud” caminaban con Él (cf. Lc 7,11).
Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, otro cortejo marchaba en
dirección opuesta; salía para enterrar al hijo único de una madre que se
había quedado viuda. Y, dice el Evangelio: “Al verla, el Señor se
conmovió” (Lc 7,13). Jesús ve y se deja conmover. Benedicto XVI, que
hoy recordamos junto a los cardenales y obispos difuntos durante el año, en su
primera Encíclica escribió que el programa de Jesús es un “corazón que
ve” (Deus caritas est, 31). Cuántas veces nos ha recordado que la fe no
es en primer lugar una idea que debamos entender o una moral que debamos
asumir, sino una Persona que debemos encontrar, Jesucristo. Su corazón late con
fuerza por nosotros, su mirada se apiada de nuestro sufrimiento.
El Señor se detiene ante el dolor
de esa muerte. Es interesante que precisamente en esta ocasión, por
primera vez, el Evangelio de Lucas atribuye a Jesús el título de “Señor”: “el
Señor se conmovió”. Se le llama Señor —es decir, Dios, que domina todo—
precisamente cuando se compadece de una madre viuda que ha perdido, con
su único hijo, el motivo de vivir. Este es nuestro Dios, cuya divinidad
resplandece al tocar nuestras miserias, porque su corazón es compasivo.
La resurrección de aquel hijo, el don de la vida que vence a la muerte, brota
precisamente de aquí, de la compasión del Señor que se conmueve ante
nuestro mal extremo, la muerte. Qué importante es comunicar esta mirada de
compasión a quien vive el dolor de la muerte de sus seres queridos.
La compasión de Jesús tiene una
característica, es concreta. Él, dice el Evangelio, “se acercó y tocó el
féretro” (Lc 7,14). Tocar el féretro de un muerto era inútil; en ese tiempo,
además, se consideraba un gesto impuro, que contaminaba a quien lo hacía.
Pero Jesús no repara en esto, su compasión elimina las distancias y lo
lleva a hacerse cercano. Es el estilo de Dios, hecho de cercanía,
compasión y ternura. Y de pocas palabras. Cristo no da sermones sobre la
muerte, sólo le dice a esa madre una cosa: “No llores” (Lc 7,13). ¿Por qué?
¿Está mal llorar? No, Jesús mismo llora en los Evangelios. Le dice: No
llores, porque con el Señor las lágrimas no duran para siempre, se terminan. Él
es el Dios que, como profetiza la Escritura, “destruirá la Muerte” y “enjugará
las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,8; cf. Ap 21,4). Se ha
apropiado de nuestras lágrimas para apartarlas de nosotros.
Esta es la compasión del Señor,
que llega a reanimar a aquel hijo. Jesús lo hace, a diferencia de otros
milagros, sin siquiera pedirle a la madre que tenga fe. ¿Por qué un prodigio
tan extraordinario y raro? Porque aquí están implicados el huérfano y la
viuda, que la Biblia indica, junto al forastero, como los más solos y
abandonados, que no pueden poner su confianza en nadie más que en Dios. La
viuda, el huérfano y el forastero. Son por tanto las personas más íntimas y
queridas para el Señor. No se puede ser íntimos y queridos para el Señor
ignorándolos, pues gozan de su protección y de su predilección, y nos acogerán
en el cielo. La viuda, el huérfano y el forastero.
Dirigiendo hacia ellos nuestra
mirada, obtenemos una lección importante, que condenso en la segunda
palabra de hoy: humildad. El huérfano y la viuda son de hecho los humildes por
excelencia, aquellos que, depositando toda su esperanza en el Señor y no en sí
mismos, han situado el centro de la vida en Dios. No ponen su confianza en sus
propias fuerzas, sino en Él, que se hace cargo de ellos. Los que rechazan toda
presunción de autosuficiencia, se reconocen necesitados de Dios y se abandonan
en Él, ellos son los últimos. Y son estos pobres en espíritu los que nos
revelan la pequeñez que al Señor agrada, el camino que conduce al Cielo.
Dios busca personas humildes, que esperan en Él, no en sí mismos y en sus
propios planes. Hermanos y hermanas, esta es la humildad cristiana. No una
virtud entre otras, sino la actitud fundamental de nuestra vida, la de
creernos necesitados de Dios y dejarle lugar, poniendo en Él toda nuestra
confianza. Esta es la humildad cristiana.
Dios ama la humildad porque le
permite interactuar con nosotros. Más aún, Dios ama la humildad porque Él
mismo es humilde. Él desciende hasta nosotros, se abaja, no se impone, deja
espacio. Dios no sólo es humilde, sino que es humildad. “Tú eres humildad,
Señor”, rezaba san Francisco de Asís (Alabanzas de Dios Altísimo, 4). Pensemos
en el Padre, cuyo nombre está totalmente referido al Hijo, y no a sí
mismo; y al Hijo, cuyo nombre está todo él en relación al Padre. Dios ama a
aquellos que no están centrados en sí mismos, precisamente los humildes.
Aquellos que se le parecen más que ninguno. Por esta razón, como dice Jesús,
“el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11).
Me gusta recordar aquellas
palabras iniciales del Papa Benedicto: “humilde trabajador de la viña del
Señor” (Urbi et Orbi, 19 abril 2005). Sí, el cristiano, sobre todo el Papa, los
cardenales, los obispos, están llamados a ser humildes trabajadores: a servir,
no a ser servidos; a pensar, antes que en sus propios beneficios, en los de la
viña del Señor. Y qué hermoso es renunciar a sí mismos por la Iglesia de
Jesús.
Hermanos, hermanas, pidamos a
Dios una mirada compasiva y un corazón humilde. No nos cansemos de
pedírselo, porque es en el camino de la compasión y de la humildad que el Señor
nos da su vida, que vence a la muerte. Y recemos por nuestros queridos
hermanos difuntos. Sus corazones han sido pastorales, compasivos y humildes,
porque el sentido de sus vidas ha sido el Señor. Que en Él encuentren la paz
eterna. Que se alegren con María, a quien el Señor ha ensalzado mirando
su humildad (cf. Lc 1,48).
Por Papa Francisco
Fuente: ACI Prensa






