Salarios extremadamente
bajos, pésimas condiciones, carencia de derechos laborales, daños al medio
ambiente,… ese el el precio
Detrás del modelo de moda
rápida que triunfa hoy, donde las grandes multinacionales de la moda
cambian sus escaparates cada semana con prendas cada vez más baratas, hay un
coste que no aparece reflejado en las etiquetas: el que sufren los trabajadores
de esta industria. Salarios extremadamente bajos, pésimas condiciones, carencia
de derechos laborales…
El 24 de abril de 2013,
la industria textil en el mundo inició un camino que, aunque lento, ya no tiene
vuelta atrás. En el barrio de Savar en Daca, capital de Bangladés, se
derrumbaba un edificio, el Rana Plaza, donde se confeccionaba ropa
para grandes marcas internacionales, marcas que nos visten cada día: Primark,
Mango, H&M, El Corte Inglés…
Casi
1.200 muertos –la mayoría, mujeres– y cerca de 2.500 heridos. Fue el accidente
más devastador en años, pero el sector ya se había cobrado la vida de 700
personas desde 2005.
Fatema, de 18 años, y su
marido, Alam, estaban dentro cuando se derrumbó. Ella logró sobrevivir; su
marido, no. Ahora no puede trabajar; de hecho, no sabe cuándo podrá volver a
andar.
Su testimonio lo recoge
Jaume Sanllorente en su libro La costurera de Dacca: “El día
anterior habían aparecido unas grietas en el edificio y nos hicieron salir
durante media hora del taller. Pero al cabo de poco, nos dijeron que no pasaba
nada y que podíamos regresar. Todo parecía normal. Aquella noche, Alam
me dijo que le haría mucha ilusión tener un hijo, que íbamos a ser felices,
pero a la mañana siguiente, todo terminó… Se oyó un ruido muy grande y
ya no me acuerdo de más. Cuando me di cuenta de algo, estaba en una camilla y
me metían en una ambulancia”.
Bangladés es el caso más
llamativo, pero hay otros donde la industria textil tampoco cumple las
condiciones mínimas: Camboya, China, India, Vietnam, Turquía,
Marruecos, Sri Lanka…
Una reciente investigación de la BBC puso
de manifiesto que refugiados sirios, incluso menores, trabajaban
de forma ilegal en las fábricas de Turquía que abastecen a multinacionales del
sector textil. El programa de la televisión británica citaba los casos
las empresas Marks & Spencer y Asos, aunque también nombraba
una lavandería que trabaja para Inditex.
Esta última compañía
explicó luego que las acusaciones carecían de fundamento, y añadía que, en el
documental, a diferencia de las otras multinacionales, no se le atribuyen
ilegalidades. En cualquier caso, Inditex había inspeccionado esa lavandería
antes y después de la grabación del programa, y no encontró esas
irregularidades. Sí se detectó alguna deficiencia sanitaria, que la lavandería
debería resolver.
En la India, hace menos
de un mes, un incendio en una fábrica se llevó por delante la vida de 14
personas en un suburbio de Nueva Delhi. Mientras en Argentina, la ONG La
Alameda asegura haber desmantelado ya numerosos talleres clandestinos que
utilizan a inmigrantes para producir ropa.
Los trágicos sucesos de
Rana Plaza, la India o Turquía, junto a la situación de explotación en
la que viven muchos trabajadores, colocaron a la industria textil en el ojo del
huracán, mientras las grandes multinacionales, uno de sus principales actores,
fueron reprobadas por la opinión pública.
Se encendió el debate
sobre las condiciones de trabajo de millones de personas que nutren las grandes
tiendas de las mejores calles comerciales de Occidente, así como sobre el bajo
salario que perciben o sus pocos derechos laborales. La pregunta “¿Quién
hace mi ropa?” volvió a encontrar eco en la voz de los consumidores,
al tiempo que les generaba otra: “¿Es sostenible este modelo de consumo?”.
El análisis que hace la Campaña
Ropa Limpia, a través de Setem, su representante en España, es claro. “El
sector global de la confección continúa nutriéndose del trabajo de millones de
personas que viven en la pobreza a pesar de hacer largas jornadas laborales.
Las prácticas de compra de las marcas, derivadas del modelo de producción,
consumo y comercio internacional, se encuentran en la raíz de las condiciones
de trabajo y de vida de las trabajadoras”, se puede leer en su Guía
para vestir sin trabajo esclavo.
Carry Somers,
diseñadora, reconoce a Alfa y Omega que “la industria de la
moda es opaca, explotadora y gravosa para el medio ambiente, y, por lo
tanto, necesita un cambio revolucionario”.
Para ello ha fundado,
junto a Orsola de Castro, Fashion Revolution, que nació tras el derrumbe del
Rana Plaza –”donde murieron demasiadas personas para que no haya un cambio”–
con la intención de modificar el modelo de producción actual. “Creemos que la
transparencia es el primer paso para transformar la industria, y empieza con
una pregunta simple: “¿Quién hizo mi ropa?””, añade Somers.
Insalubridad
e inseguridad
Son todavía numerosos
los casos de fábricas que no cumplen las condiciones de salubridad
y seguridad.Muchas en el pasado terminaron en tragedia. Solo en Bangladés,
en los últimos diez años, encontramos los casos de Spectrum (64 muertos),
Fashions Tazreen (112) y el citado del Rana Plaza.
Según la Campaña Ropa
Limpia, el 80 % de los incendios en las fábricas de Bangladés se deben al
cableado eléctrico en mal estado, y las catástrofes están relacionadas con la
ausencia de salidas de emergencia o el mal estado de las puertas o la falta de
extintores… Es decir, se podían haber evitado.
Salarios
míseros
Otra de las claves del
éxito de las grandes multinacionales del textil, así como de los precios bajos
que ofrecen, son losínfimos salarios que se pagan en los lugares donde
externalizan su producción. Como norma general, los salarios en esta
industria en países en vías de desarrollo no cubren las necesidades vitales de
una familia.
Es cierto que los
gobiernos establecen salarios mínimos, pero están por debajo de los niveles de
subsistencia; así, se aseguran la inversión extranjera. Tanto gobiernos como
empresarios locales alegan que están sometidos al yugo de los precios bajos si
no quieren perder la producción. Esto último, por otra parte, sería
catastrófico para estas zonas.
Una vez más tenemos que
hablar de Bangladés, porque sus trabajadores han logrado, a duras penas, que su
Gobierno establezca como salario mínimo 50 euros al mes (frente a los 30
anteriores). Una subida grande en términos porcentuales, aunque irrisoria si
tenemos en cuenta que la cifra mínima de subsistencia establecida por la
Alianza Asiática para un Salario Mínimo es de 259 euros al mes.
O lo que es lo mismo, un
bangladesí cubre con su trabajo solo el 19 % de sus necesidades básicas. El
problema es que fuera de esta industria no hay nada mejor. Solo
miseria.
Son parecidos los casos
de India, donde una persona debería cobrar 195 euros como salario
mínimo para vivir dignamente en vez de los 52 actuales; o Camboya,
donde el suelo se ha fijado en 100 cuando debería elevarse hasta los 285 euros. China está
ahora un poco mejor, ya que el sueldo mínimo (175 euros) cubre casi la mitad de
las necesidades (376 euros).
Según Eva Kreisler,
coordinadora de la Campaña Ropa Limpia en España, las grandes multinacionales
podrían asumir el coste de doblar el salario en países como los que acabamos de
citar sin ningún tipo de impacto o muy poco en el precio del producto.
“Es irracional que no se
haga, sobre todo, cuando las empresas no solo mantienen beneficios, sino que
los aumentan. Tienen capacidad de sobra para mejorar los salarios. Además, creo
que si sube un poco el coste de la ropa, el consumidor estaría dispuesto a
pagarlo“, explica en una entrevista con Alfa y Omega.
En realidad, el
trabajador recibe una parte ínfima de lo que cuesta una prenda de ropa en una
tienda. Piense en una camiseta de 29 euros; el que la elabora se lleva
0,18 euros. ¿Es justo?
Sin
derechos laborales
Según la Campaña Ropa
Limpia, las jornadas son larguísimas y suelen superar las 12
horas, porque los objetivos de producción son casi irrealizables en un horario
razonable. De hecho, hay documentados casos de empleadas que fueron obligadas a
permanecer en el trabajo más allá de su jornada para acabar la producción.
A esto hay que unir la
imposibilidad de los trabajadores para organizarse, y, si lo hacen, sufren todo
tipo de acoso. El caso más flagrante es quizá el de Camboya, donde
una huelga general en 2014 fue reprimida por el régimen con el resultado de
cinco muertos y decenas de heridos.
¿Y
las grandes multinacionales?
Son, a menudo, señaladas
como responsables de accidentes o de las condiciones laborales
en algunas de las fábricas que trabajan para ellas. Una de las que se le suele
señalar con mayor frecuencia es Inditex, que comercializa marcas
como Zara, Pull and Bear o Bershka.
Fuentes de la empresa
con sede en Arteixo aseguran que todos los proveedores y fabricantes están
sujetos al Código de Conducta de Fabricantes y Proveedores, que es de obligado cumplimiento
y, por tanto, son auditados regularmente. De hecho, añaden que antes de enviar
un pedido a un proveedor se garantiza que este cumpla los requisitos sociales y
ambientales del grupo.
“Solo en 2015, Inditex
realizó más de 10.000 auditorías a sus proveedores en todo el mundo. Se
controla el nivel de los salarios, las jornadas de trabajo, las condiciones de
salud y seguridad en el puesto de trabajo… En cuanto al trabajo forzado o
infantil, Inditex tiene una tolerancia cero”, apuntan las mismas fuentes.
Añaden, en relación a la
trazabilidad, que su sistema de trabajo garantiza con detalle la procedencia de
todas las prendas y que cada artículo es elaborado con el máximo cumplimiento
de las legislaciones laborales, medioambientales y de salud y seguridad.
De hecho, explican que
si un consumidor se pone en contacto con los equipos de atención al cliente
para preguntar por el origen de un artículo, se proporciona información sobre
los proveedores, fábricas empleadas, ubicación, la plantilla con la que cuentan
y nota de las auditorías.
¿Y qué pasa si se cuela
una subcontratación irregular? Sucedió en Brasil. Inditex asegura
que era “una subcontratación no autorizada de la producción” y, por tanto, “se
exigió al proveedor una subsanación inmediata de esta situación: el proveedor
asumió las compensaciones económicas y reconoció que el grupo era ajeno a la
situación”.
Otra de esas empresas es Mango,
que también remite a su código de conducta, de obligado cumplimiento tanto para
la compañía como para sus proveedores. De hecho, se incluye en los contratos
comerciales.
Para controlar que esto
se hace así, explican fuentes de la compañía, se ha establecido un sistema de auditorías,
que en 2015 llegaron casi a las 400, además de los equipos de calidad de los
que dispone en origen.
Cuando no se cumple el
código de conducta y hay una irregularidad, la empresa pone en marcha “medidas
correctivas para mejorar la situación y medios para evitar que se repitan”. “Dejar
de trabajar frenaría cualquier oportunidad de desarrollo en estos países”,
añaden.
Primark también cuenta con un código de conducta al que
sus proveedores deben estar adheridos: “Es una condición para hacer negocios
con nosotros”. Y vigila que se cumpla con auditorías: “Hacemos todo lo posible
para que nuestros productos se realicen en las mejores condiciones, y la gente
que los hace sean tratados dignamente y reciban un salario justo”.
Alfa
y Omega se puso en contacto también con El
Corte Inglés y H&M, que aceptaron responder a un cuestionario, aunque,
al cierre de esta edición, no habían enviado sus respuestas.
Y
el consumidor…
Las mayores cuotas de
responsabilidad las tienen los gobiernos, que mantienen legislaciones
laxas e incluso reprimen la organización de los trabajadores; las empresas
locales, cuyos métodos son más que discutibles; y, finalmente, las
multinacionales, que ven crecer sus beneficios cada año a costa de trabajadores
cuya alternativa es la miseria.
¿Y el consumidor?
Para Tamara Rosenberg, fundadora de la marca Mundo Alameda de Argentina, de la
red No Chains, la responsabilidad no es suya; de hecho, le considera una víctima del
sistema: compran ropa barata porque no se pueden permitir otra.
“No pedimos a la gente
que boicotee a sus marcas favoritas –explica Carry Sumers–, necesitamos
cambiar la industria de la moda desde dentro. Preguntando por quién ha
confeccionado nuestra ropa”. Para Eva Kreisler no se trata solo de nuestro
papel como consumidores, sino como ciudadanos.
Andrew Morgan, director
del documental The True Cost, reconoce que la clave está en hacer
preguntas. Él nunca había oído hablar de “esta parte horrorosa de este mundo”;
fueron las preguntas las que le llevaron a emprender un viaje que “no pretende
ser culpabilizador, sino más bien una invitación a ver que hay algo importante
en el mundo que no estamos teniendo en cuenta”.
Por Fran Otero @franoterof
Fuente: Artículo originalmente publicado por Alfa y Omega