Confesemos al monstruo de
ojos verdes a quien hemos dado cobijo
“¡Qué envidia!”, podríamos comentar ante las
fotos de las vacaciones de un amigo, o podría decir alguno de nuestros hijos
cuando ve a otro amigo con ropa nueva o una entrada para un concierto. Por
contra, a menudo recibimos las noticias de los infortunios y las frustraciones
de un colega diciendo “¡No te envidio nada!”.
La envidia y los celos pueden hacer
referencia a situaciones idénticas, aunque existen matices. Sentimos envidia
por las relaciones, posesiones o buena fortuna que una persona tiene y nosotros
no. Sentimos celos de exactamente lo mismo, aunque también añade a veces el
recelo por que el bien propio o pretendido llegue a manos de otra persona. En
la práctica, la esencia del sentimiento es la misma, la envidia.
Cuando hablamos abiertamente de envidia, en una
conversación o en una publicación en las redes sociales, expresamos un
sentimiento por lo general inocuo. De hecho, nuestros amigos a veces pueden
entender que nos sintamos envidiosos o celosos de forma ocasional a modo de
felicitación por su buen gusto o su buena fortuna, en resumen, nos
congratulamos por su bien; y esto es, precisamente, a lo que nos referimos la
mayoría de las veces.
Por tanto, es
difícil recordar que, a veces, esa envidia se encuentra entre los pecados
mortales, los vicios mortales del alma que marchitan el
impulso de la caridad en nosotros y nos endurecen contra el recibir o el
compartir la misericordia de Dios.
Shakespeare llamaba a la envidia “el
monstruo de ojos verdes que se burla de la carne de la que se alimenta”, en Otelo,
su tragedia de ambición envidiosa y amor celoso. San Pablo lista la envidia y
los celos entre las “obras de la carne”, los persistentes pecados que asfixian
el fruto del Espíritu (Gálatas 5:19-21).
La gran
diferencia entre la envidia pecadora y nuestras admisiones ocasionales de
envidia es que la envidia pecadora nos la guardamos para nosotros. No la expresamos porque es demasiado doloroso admitir hasta qué punto
nuestra codicia, inseguridad y avaricia amargan nuestros sentimientos hacia
aquellos que tienen lo que creemos que nosotros no tenemos. En vez de hablar la
envidia, la manifestamos en actos. La envidia pecadora se vuelve fácilmente en
resentimiento, en una retorcida alegría por las miserias ajenas. La envidia
pecadora envenena nuestras relaciones con los demás y corroe nuestras almas.
En Purgatorio, Dante
castiga el pecado capital de los envidiosos cosiéndoles los ojos con alambre,
porque en vida extraían placer de ver la ruina de los otros. Sin embargo, en mi
propia experiencia, la envidia no siempre incluye el dudoso placer de la Schadenfreude. Es
menos el desear el mal de los demás y más bien el sentir con demasiada gravedad
las desgracias de ser “menos que los demás”. Es la ingratitud a una escala
febril.
Los artistas medievales que representaron
a Invidia, la personificación del pecado mortal de la envidia, la
mostraban como un desgraciado esquelético con la carne consumida por la
enfermedad; dieron en el clavo. La envidia te come desde dentro, y no hay nada
agradable en ello.
El papa Francisco usó su típico
lenguaje poderosamente descriptivo para hablar de la envidia pecaminosa en una
audiencia general el 22 de octubre de 2014: “Un corazón celoso es un corazón
ácido, un corazón que en lugar de sangre parece tener vinagre; es un corazón que
nunca es feliz, es un corazón que divide a la comunidad”.
El cotilleo, el
chismorreo, el envilecimiento, el sentido de superioridad, la traición en las
relaciones… Todas estas pestilencias y muchas otras manan de los corazones
avinagrados. Cuando estamos todo el tiempo lamentándonos por lo que
no tenemos, no nos queda lugar para dar gracias por nuestros dones únicos, ni
energía para amar y preocuparnos por los demás. No pedimos misericordia a Dios,
y ni mucho menos se la ofrecemos a los demás, porque, paradójicamente, estamos
convencidos de que en realidad no la merecemos.
En lo profundo de nuestro ser,
reconocemos nuestra envidia pecadora como algo irracional y vergonzante. Por
eso no hablamos de ella en Facebook, ni a nosotros mismos ni a Dios. Esta sugerencia,
extraída del propósito de ser más misericordioso en el pasado Año Jubileo,
tiene por objetivo el romper ese silencio tóxico: admite tu envidia
ante ti mismo y ante tu confesor.
El Catecismo de
la Iglesia Católica nos recuerda que para “la acogida de su misericordia exige
de nosotros la confesión de nuestras faltas. ‘Si decimos
que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si
reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y
purificarnos de toda injusticia’” (1847).
Agustín nos previno contra
considerar que nuestros pecados pequeños no suponen gran diferencia:
El hombre,
mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los
pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca
cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas.
Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un
río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante
todo, la confesión…
Así pues,
confesemos al monstruo de ojos verdes a quien hemos dado cobijo. Sí, yo siento envidia –a veces con una amargura que me ahoga– de las
personas con relaciones sólidas, amorosas y duraderas. Mi corazón está rociado
de una vinagreta de envidia hacia la elocuencia, el prestigio y la popularidad
de otros escritores. Envidio la amabilidad de este, la santidad de aquel, la
tranquila casa veraniega de uno, el compromiso con la salud física y mental de
otra.
Sacar todo esto a relucir, en confesión
personal y sacramental, obra una especie de milagro de misericordia. Al admitir
nuestros anhelos, podemos convertir nuestra envidia en emulación, nuestros
celos en gratitud por la bondad y los bienes de nuestros amigos, nuestro pecado
en conversión penitente… nuestro vinagre en vino de dicha.
A través de la misericordia de Dios
y la emulación piadosa, puedo tener y compartir todas las buenas cosas que
antes envidiaba, en la medida que Dios quiere para mí. Y eso es muchísimo más
que suficiente.
JOANNE MCPORTLAND
Fuente: Aleteia