7.1.17

IGLESIA, ¿QUÉ DICES DE LA VIOLENCIA MACHISTA?

Debe ser un lugar seguro, donde la mujer encuentre respeto y acogida

La violencia de género afecta a todas las religiones, estratos sociales y niveles culturales y, por tanto, es una realidad que también toca a la Iglesia. Ahora su reto es hacer más visible y efectiva su condena, exponen a Alfa y Omega distintos expertos. Escuchar y creer a la mujer es el primer paso.

Si hay algo que las estadísticas sobre violencia de género no pueden mostrar es un perfil social único tanto de víctimas como de agresores, porque la violencia machista no solo afecta a familias con problemas, desestructuradas o marginales, afecta a todas. 

Así lo explica el jesuita Pablo Guerrero, con gran experiencia teórica y práctica en pastoral familiar y en atención a situaciones de conflicto: “No hay ninguna característica demográfica que sea ajena al maltrato. Se maltrata en todas las religiones, en todos los estratos sociales, en todas las esferas culturales….”.

Y también es una realidad que toca a la Iglesia, no solo porque está llamada a atender a todas las mujeres, creyentes o no, que sufren este problema, sino porque en su seno, entre sus feligresas, también existe. De hecho, según la última macroencuesta sobre violencia de género que elaboró el Ministerio de Sanidad, un 12,5 % de las mujeres de 16 años en adelante ha sufrido violencia física o sexual por parte de sus parejas o exparejas.

Laura –ella prefiere que le llamemos así para preservar su identidad– rompe todas las ideas preconcebidas que podamos tener sobre una víctima de violencia machista. Es católica, licenciada y ha desempeñado importantes cargos de responsabilidad en su vida profesional, lo cual no evitó que, junto a sus hijas, viviera un calvario.

Se enamoró de un hombre que resultó ser “un encantador de serpientes”, una persona maravillosa en la calle, mientras que hacia dentro era muy agresivo. “Se nos estropeaba el coche y era un broncazo; se le estropeaba a un vecino y rápidamente salía a ayudarle. De puertas para adentro todo eran tortazos, broncas y culpa hacia mí”, cuenta a Alfa y Omega.

“Nos echaba de casa –continúa– y nos íbamos a una iglesia. Mis hijas me preguntaban qué hacíamos allí. No sabía qué decirles: rezar y pedir fuerzas, que Dios nos ayude. […] Un día agredió a una de mis hijas, fuimos a urgencias y no dijimos al médico la causa, pero no nos creyó y nos dijo que denunciásemos. No es tan fácil; nos dicen todo el rato que denunciemos, pero luego estamos solas”.

Pablo Guerrero cree que a través del mensaje “denuncia, denuncia, denuncia” se ejerce más maltrato y presión hacia la mujer. “Es como si le estuviésemos diciendo que es tonta y que somos nosotros lo que tenemos que decirle qué hacer”, añade.

Finalmente, Laura denunció; hay que hacerlo –dice ella–, porque “hay salida, un después”, pero admite que ni la sociedad ni la Administración ayudan adecuadamente a la víctima y que el proceso “es muy duro”. “No te entienden, te ves sola con tus hijos y en la calle. En mi caso, tenía trabajo y pude salir adelante económicamente, pero hay otras muchas mujeres que no tienen nada”, añade.

Ella encontró apoyo en el colegio de sus niñas y en la Fundación Luz Casanova. También en la Iglesia, a través de la Compañía de Jesús. Se reconoce afortunada por este acompañamiento, pues conoce los casos de otras mujeres que no han recibido este trato.

Pablo Guerrero es uno de los sacerdotes que trabaja este problema acompañando a mujeres y ofreciendo formación a agentes de pastoral. “La Iglesia no es tímida en su postura contra la violencia de género –ahí está la hoja de servicios de Cáritas y de otras instituciones–, aunque en Europa, a nivel de documentos oficiales, se ha abordado poco, al tiempo que todavía hay una falta de formación en los sacerdotes y en los agentes de pastoral”.

Es esta falta de formación la que hace que se cometan errores garrafales. Por ejemplo, es habitual que cuando un sacerdote recibe a una familia con problemas lo primero que haga es sentar al matrimonio para que hablen, algo que en el caso de la violencia de género está contraindicado.

“El maltratador se va a mostrar arrepentido y encantador, el sacerdote o agente de pastoral respirará aliviado, y a la mujer, cuando llegue a casa, le van a pegar como nunca”, añade. En este sentido, lo primordial en casos como este no es mantener la unión, sino la seguridad de la mujer y de los hijos si los hubiere.

Para la teóloga Pepa Torres, que participa el próximo miércoles en una jornada sobre violencia contra la mujer organizada por la Fundación Luz Casanova y la Vicaría de Pastoral Social e Innovación de la archidiócesis de Madrid en el salón de actos de Alfa y Omega, “la Iglesia no puede mirar hacia otro lado, ni hacer oídos sordos frente a esta realidad, porque sigue siendo aún un factor configurador de las relaciones sociales, de la educación moral, afectiva, emocional y espiritual de nuestra sociedad. No puede permanecer en silencio ni consentir la violencia contra las mujeres”.

¿Qué debe hacer la Iglesia?

Recuerda Torres que en el documento Iglesia, servidora de los pobres, la Conferencia Episcopal se hizo eco de esta realidad identificando la violencia doméstica como una situación que exige ser abordada con medidas de prevención, protección legal y, sobre todo, fomento de la educación. Un problema que también aborda el Papa Francisco en Amoris laetitia, que tacha de “vergonzoso” y “contrario a la naturaleza de la unión conyugal”.

Pablo Guerrero opina que esta realidad debe tener una mayor visibilidad en las homilías, en la liturgia de la reconciliación, en los seminarios, en la catequesis, en la clase de Religión… “Para luchar contra la violencia de género tenemos dos vías: la punitiva y la prevención”, explica, al tiempo que no entiende cómo en los cursillos de preparación al matrimonio “no se habla de las relaciones de poder dentro de la pareja o de cómo solucionar conflictos”.

De hecho, tres de cada cuatro casos de maltrato empiezan en el noviazgo.

En cualquier caso, cree que lo primordial es creer a la mujer y “recuperar la imagen de la Iglesia como lugar de asilo”. “Cuando doy cursos sobre esto, lo primero que explico que hay que hacer cuando nos llega una mujer maltratada es creerla. Llamaría muchísimo la atención la cantidad de personas buenas que justifican de algún modo la violencia machista, las madres que les dicen a sus hijas que se tienen que resignar o los sacerdotes –y esto gracias a Dios ahora es muy raro– que explican a las mujeres que es parte de la cruz que les toca vivir”. Y añade: “Esto es una barbaridad”.

Laura vivió en sus propias carnes el rechazo de mucha gente que se decía amiga cuando decidió denunciar. “Menudo rollo esto de la violencia de género”, “vaya bicoca”, “algo querrá”, son comentarios que tuvo que escuchar. Ella que, meses después de la denuncia, todavía no se había atrevido a volver al salón de su casa. Seguía en la salita donde se cobijaba junto a sus hijas cuando su marido estaba en casa.

“La Iglesia –añade Torres– es indispensable para sensibilizar y formar a las comunidades cristianas, sacerdotes y agentes de pastoral contra la violencia de género. Porque, además, muchas víctimas, sus hijas, sus madres, acuden a la Iglesia en busca de apoyo y orientación y es preciso ofrecérselo y tomar medidas que pongan fin a este pecado social”.

Guerrero apunta en la urgencia de insistir en que el maltrato es un pecado muy grave, así como en decirle a la mujer que no esta sola, que en la Iglesia tiene “un lugar seguro, donde encontrará respeto y acogida”.

A nivel social, cree que la Iglesia debe “hacer más visible” la evidencia: que está contra la violencia de género. Solo así se podrá romper la espiral del silencio que todavía pesa sobre esta realidad y se podrá ayudar a muchas mujeres que no dan el paso para acabar con su situación, bien porque no tienen recursos para salir adelante o bien porque su estatus y entorno presionan para que aguante.

Laura es ahora feliz junto a sus hijas. Decidió remover su historia y contarla a este semanario porque cree que puede ayudar a otras mujeres. “Hay vida”, reconoce. Y felicidad. “Recuerdo que una de nuestras mayores fiestas, tras pasar por todo esto, fue ir a recoger el coche que se nos había averiado. No hubo broncas ni reproches. Éramos felices”, concluye.

Fran Otero 

Artículo originalmente publicado por Alfa y Omega


¡SÍGUENOS EN NUESTRAS REDES SOCIALES! 
facebook twitter