Debe ser un lugar seguro,
donde la mujer encuentre respeto y acogida
La violencia de género
afecta a todas las religiones, estratos sociales y niveles culturales y, por
tanto, es una realidad que también toca a la Iglesia. Ahora su reto es hacer
más visible y efectiva su condena, exponen a Alfa y Omega distintos expertos.
Escuchar y creer a la mujer es el primer paso.
Si hay algo que las
estadísticas sobre violencia de género no pueden mostrar es un perfil social
único tanto de víctimas como de agresores, porque la violencia machista no solo
afecta a familias con problemas, desestructuradas o marginales, afecta a todas.
Así lo explica el jesuita Pablo Guerrero, con gran experiencia teórica y
práctica en pastoral familiar y en atención a situaciones de conflicto: “No hay
ninguna característica demográfica que sea ajena al maltrato. Se maltrata en
todas las religiones, en todos los estratos sociales, en todas las esferas
culturales….”.
Y también es una
realidad que toca a la Iglesia, no solo porque está llamada a atender a todas
las mujeres, creyentes o no, que sufren este problema, sino porque en su seno,
entre sus feligresas, también existe. De hecho, según la última macroencuesta
sobre violencia de género que elaboró el Ministerio de Sanidad, un 12,5
% de las mujeres de 16 años en adelante ha sufrido violencia física o sexual
por parte de sus parejas o exparejas.
Laura –ella prefiere que
le llamemos así para preservar su identidad– rompe todas las ideas
preconcebidas que podamos tener sobre una víctima de violencia machista. Es
católica, licenciada y ha desempeñado importantes cargos de responsabilidad en
su vida profesional, lo cual no evitó que, junto a sus hijas, viviera un
calvario.
Se enamoró de un hombre
que resultó ser “un encantador de serpientes”, una persona maravillosa en la
calle, mientras que hacia dentro era muy agresivo. “Se nos estropeaba
el coche y era un broncazo; se le estropeaba a un vecino y rápidamente salía a
ayudarle. De puertas para adentro todo eran tortazos, broncas y culpa hacia mí”,
cuenta a Alfa y Omega.
“Nos echaba de casa
–continúa– y nos íbamos a una iglesia. Mis hijas me preguntaban qué hacíamos
allí. No sabía qué decirles: rezar y pedir fuerzas, que Dios nos ayude. […] Un
día agredió a una de mis hijas, fuimos a urgencias y no dijimos al médico la
causa, pero no nos creyó y nos dijo que denunciásemos. No es tan fácil; nos
dicen todo el rato que denunciemos, pero luego estamos solas”.
Pablo Guerrero cree que
a través del mensaje “denuncia, denuncia, denuncia” se ejerce
más maltrato y presión hacia la mujer. “Es como si le estuviésemos
diciendo que es tonta y que somos nosotros lo que tenemos que decirle qué
hacer”, añade.
Finalmente, Laura
denunció; hay que hacerlo –dice ella–, porque “hay salida, un después”, pero
admite que ni la sociedad ni la Administración ayudan adecuadamente a la
víctima y que el proceso “es muy duro”. “No te entienden, te ves sola
con tus hijos y en la calle. En mi caso, tenía trabajo y pude salir adelante
económicamente, pero hay otras muchas mujeres que no tienen nada”, añade.
Ella encontró apoyo en
el colegio de sus niñas y en la Fundación Luz Casanova. También en la Iglesia,
a través de la Compañía de Jesús. Se reconoce afortunada por este
acompañamiento, pues conoce los casos de otras mujeres que no han recibido este
trato.
Pablo Guerrero es uno de
los sacerdotes que trabaja este problema acompañando a mujeres y ofreciendo
formación a agentes de pastoral. “La Iglesia no es tímida en su postura
contra la violencia de género –ahí está la hoja de servicios de Cáritas y de
otras instituciones–, aunque en Europa, a nivel de documentos oficiales, se ha
abordado poco, al tiempo que todavía hay una falta de formación en los
sacerdotes y en los agentes de pastoral”.
Es esta falta de
formación la que hace que se cometan errores garrafales. Por ejemplo, es
habitual que cuando un sacerdote recibe a una familia con problemas lo primero
que haga es sentar al matrimonio para que hablen, algo que en el caso de la
violencia de género está contraindicado.
“El
maltratador se va a mostrar arrepentido y encantador, el sacerdote o agente de
pastoral respirará aliviado, y a la mujer, cuando llegue a casa, le van a pegar
como nunca”, añade. En este sentido, lo
primordial en casos como este no es mantener la unión, sino la seguridad de la
mujer y de los hijos si los hubiere.
Para la teóloga Pepa
Torres, que participa el próximo miércoles en una jornada sobre violencia
contra la mujer organizada por la Fundación Luz Casanova y la Vicaría de
Pastoral Social e Innovación de la archidiócesis de Madrid en el salón de actos
de Alfa y Omega, “la Iglesia no puede mirar hacia otro lado, ni hacer oídos
sordos frente a esta realidad, porque sigue siendo aún un factor configurador
de las relaciones sociales, de la educación moral, afectiva, emocional y
espiritual de nuestra sociedad. No puede permanecer en silencio ni consentir la
violencia contra las mujeres”.
¿Qué
debe hacer la Iglesia?
Recuerda Torres que en
el documento Iglesia, servidora de los pobres, la Conferencia Episcopal se hizo
eco de esta realidad identificando la violencia doméstica como una situación
que exige ser abordada con medidas de prevención, protección legal y, sobre todo,
fomento de la educación. Un problema que también aborda el Papa Francisco en
Amoris laetitia, que tacha de “vergonzoso” y “contrario a la naturaleza de la
unión conyugal”.
Pablo Guerrero opina que
esta realidad debe tener una mayor visibilidad en las homilías, en la liturgia
de la reconciliación, en los seminarios, en la catequesis, en la clase de
Religión… “Para luchar contra la violencia de género tenemos dos vías:
la punitiva y la prevención”, explica, al tiempo que no entiende cómo en
los cursillos de preparación al matrimonio “no se habla de las relaciones de
poder dentro de la pareja o de cómo solucionar conflictos”.
De hecho, tres de cada
cuatro casos de maltrato empiezan en el noviazgo.
En cualquier caso, cree
que lo primordial es creer a la mujer y “recuperar la imagen de la Iglesia como
lugar de asilo”. “Cuando doy cursos sobre esto, lo primero que explico que hay
que hacer cuando nos llega una mujer maltratada es creerla. Llamaría muchísimo
la atención la cantidad de personas buenas que justifican de algún modo la
violencia machista, las madres que les dicen a sus hijas que se tienen que
resignar o los sacerdotes –y esto gracias a Dios ahora es muy raro– que
explican a las mujeres que es parte de la cruz que les toca vivir”. Y añade:
“Esto es una barbaridad”.
Laura vivió en sus
propias carnes el rechazo de mucha gente que se decía amiga cuando decidió
denunciar. “Menudo rollo esto de la violencia de género”, “vaya bicoca”, “algo
querrá”, son comentarios que tuvo que escuchar. Ella que, meses después de la
denuncia, todavía no se había atrevido a volver al salón de su casa. Seguía en
la salita donde se cobijaba junto a sus hijas cuando su marido estaba en casa.
“La Iglesia –añade
Torres– es indispensable para sensibilizar y formar a las comunidades
cristianas, sacerdotes y agentes de pastoral contra la violencia de género.
Porque, además, muchas víctimas, sus hijas, sus madres, acuden a la Iglesia en
busca de apoyo y orientación y es preciso ofrecérselo y tomar medidas que
pongan fin a este pecado social”.
Guerrero apunta en la
urgencia de insistir en que el maltrato es un pecado muy grave, así como en
decirle a la mujer que no esta sola, que en la Iglesia tiene “un lugar seguro,
donde encontrará respeto y acogida”.
A nivel social, cree
que la Iglesia debe “hacer más visible” la evidencia: que está contra la
violencia de género. Solo así se podrá romper la espiral del silencio
que todavía pesa sobre esta realidad y se podrá ayudar a muchas mujeres que no
dan el paso para acabar con su situación, bien porque no tienen recursos para
salir adelante o bien porque su estatus y entorno presionan para que aguante.
Laura es ahora feliz
junto a sus hijas. Decidió remover su historia y contarla a este semanario
porque cree que puede ayudar a otras mujeres. “Hay vida”, reconoce. Y
felicidad. “Recuerdo que una de nuestras mayores fiestas, tras pasar por todo
esto, fue ir a recoger el coche que se nos había averiado. No hubo broncas ni
reproches. Éramos felices”, concluye.
Fran Otero
Artículo
originalmente publicado por Alfa y Omega