Recuerdo de un encuentro
con Monseñor Javier Echevarría
Monseñor Javier
Echevarría no era el prelado del Opus Dei con el que esperaba encontrarme el 17
de agosto de 2005, en un recóndito rincón alemán del mundo.
Como peregrino argentino
a la Jornada Mundial de la Juventud de aquel año, absolutamente inexperto en la
internacionalidad de la Iglesia y en la riqueza de sus carismas y expresiones,
me deslumbraba por absolutamente todo aquello que se me cruzaba por el camino.
Con mis compañeros de peregrinación, que habíamos cruzado el océano Atlántico
tras muchísimos avatares, rezábamos mucho. En las Iglesias, en los trenes, en
las caminatas, en los aviones. La actitud era de contemplación absoluta.
Eran días especiales
para la Iglesia, incluso con algo de dolor por el aún fresco recuerdo del
fallecimiento de Juan Pablo II, en abril de ese año. Por eso fue tan especial
antes de llegar a Colonia haber pasado por Roma. La ciudad eterna nos preparaba
para días de Iglesia universal, durante los que fuimos masticando los mensajes
que los Papas nos habían legado para unos días que tenían como lema “Venimos a
Adorarle”.
Yo
nunca había escuchado al prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, uno de los
obispos que acompañaban a los jóvenes durante aquella Jornada de la Juventud. Había leído y escuchado mucho del fundador del
Opus Dei san Josemaría; también de su primer sucesor don Álvaro del Portillo.
Pero de Javier Echevarría, apenas sabía que muchos amigos hablaban de él como
“el padre”.
Puede esperarse, de
manera superficial, que el encuentro con el número 1 del Opus Dei, que por
aquellos años capeaba exitosamente el impacto de la desinformativa ficción “El
Código Da Vinci”, versaría sobre distintos lugares comunes que se le atribuye a
esta institución de la Iglesia. Ciertamente no era lo que yo esperaba. Pero no
esperaba su énfasis en algo que, a horas de enterarme de su fallecimiento,
recuerdo con especial afecto.
Sencillo
y humilde, como queriendo parecer más pequeño de lo que ya era, recuerdo que
don Javier ingresó en un salón enorme, repleto de jóvenes de todo el mundo. Se ubicó, como es habitual en este tipo de
encuentro, en un escenario en el que le rodeaban representantes de distintas
delegaciones del mundo, entre ellos un amigo mío compañero de peregrinación.
Yo, algo menos ignorante
sobre el Opus Dei que muchos, esperaba escuchar justamente del Opus Dei,
entender y conocer de manera más explícita qué era esta institución a la que
abrazaban tantos amigos míos, pero que tanto se fustigaba en la opinión
pública.
Los mensajes del Padre
fueron en aquella ocasión principalmente tres: que a los cristianos nos
reconozcan por la alegría, no tener miedo de ser santos, y el amor a la Iglesia.
No
esperaba que el prelado del Opus Dei me hablase de la alegría. Pero él quería que todos los jóvenes que allí le
escuchábamos fuésemos reconocidos en las calles por comunicar en nuestro rostro
la alegría de ser cristianos, algo muy parecido a lo que insistió Benedicto XVI
días después en los actos centrales de la Jornada y sobre lo que insistiría en
las que le tocó presidir Francisco. Lo clamó y exclamó: sean alegres.
El Padre, tomando ideas
de san Josemaría, nos habló de que la crisis que enfrentábamos era una crisis
de santos. Y que éramos nosotros los llamados a asumir ese desafío. Nos animó y
nos pidió que estemos donde estemos nos animemos a recorrer ese camino de
santidad con alegría. Siempre en fidelidad con Pedro, y con el Santo Padre, al
que nos instó a amar y por el que nos pidió rezar.
Mi
recuerdo de don Javier Echevarría tras enterarme de su fallecimiento se posó
rápidamente sobre aquella charla. Creo
que intuía que el prelado del Opus Dei nos podría hablar de la santidad, de
cómo aspirar a ella, de la necesidad de hacerlo, y por eso asistí a escucharlo.
Pero la idea de santidad que nos pedía, aún en un clima de profunda oración con
el que estábamos como Iglesia en general, era más completa, y era la que
necesitábamos en ese momento de nuestra peregrinación por Alemania y por la
vida. Era la alegría de ser santos. Y recuerdo que su propuesta de alegría
venía de un hombre cariñoso, sencillo, preocupado por que cada uno de los que
proveníamos de países tan distintos podamos entenderlo… de un hombre alegre.
Nos quedaban muchos días
por delante en la peregrinación a Colonia. Pero algo cambió tras el encuentro
con el Padre Javier Echevarría, tanto en esa peregrinación como en la
peregrinación de la vida. Y horas después tuve la oportunidad de experimentar
ese cambio.
Una joven protestante
increpaba a cuánto católico caminase por Colonia, y éramos muchos, para
invitarnos a leer la Biblia y a encontrar en la Biblia lo equivocado que
estábamos. Mi respuesta, en cada gesto y cada palabra, fue mostrarme alegre,
sonriente, preocupado por ella. “¿Con qué católico se estaba encontrando esta
chica? Qué responsabilidad enorme”, pensaba.
Siguiendo el mensaje del
Padre Javier de horas antes intenté ser el santo alegre que esta joven enojada
con la Iglesia necesitaba cruzarse en ese momento. Me atacó con toda la artillería.
Pero no recuerdo ni uno de esos golpes. Diez minutos después, me despedí de
ella con un beso; yo el compromiso de leer más la Biblia, que mal no me venía,
y ella el de escuchar un poquito más al Santo Padre.
ESTEBAN PITTARO
Fuente: Aleteia