Necesitamos dejarnos guiar
por Dios, y no por nuestros traumas, angustias y heridas
Todo ser humano, unos
más y otros menos, necesitamos sanación interior, porque todos tenemos
heridas internas, muchas veces ocultas, imperceptibles, pero que pueden influir
de modo muy negativo nuestro carácter, nuestro comportamiento, nuestras vidas,
impidiéndonos:
– Alcanzar la
integridad emocional, o sea, vivir una vida emocional equilibrada
y relaciones sanas;
– Crecer en santidad.
Nuestra mente
es como un iceberg. Un iceberg es una enorme montaña de hielo en
el mar, que no parece muy grande, pero en realidad, lo que es grande
es la parte que no vemos y que está sumergida. Nuestra mente tiene
tres niveles, pero es en el nivel más profundo, el
del inconsciente, donde están almacenados los acontecimientos de
nuestra vida que nos traumatizaron.
Por no saber lidiar con
ellos, los “empujamos” allí como mecanismo de defensa; sin embargo, aún en
el inconsciente, pueden influenciar en nuestras actitudes,
nuestras decisiones y nuestras relaciones (con Dios, con los demás y
con nosotros mismos). Muchas veces intentamos controlar
esos recuerdos dolorosos, pero no siempre lo conseguimos, y
éstos acaban tomando las riendas de nuestra voluntad, y las consecuencias
son desastrosas.
Por eso tenemos:
– Explosiones de humor;
– Crisis depresivas;
– Enfermedades psicosomáticas:
– Comportamientos
destructivos (alcoholismo, drogas, gula, activismo, problemas en
la sexualidad, etc.)
Los efectos son fáciles
de reconocer, porque son muchas las personas que viven continuamente en
la tristeza y en la angustia; otras se desesperan por cualquier cosa
e incluso llegan a intentar el suicidio. Otras
son pesimistas, tímidas, miedosas, inseguras, inestables, inquietas,
agitadas e insatisfechas. En fin, hay otras que nunca se
liberan de los remordimientos de culpas pasadas y creen que Dios ya no las
ama. Consideran antes a Dios como a un enemigo, dispuesto a
castigarlas. Estas personas también desconfían de las demás, manteniéndose
apartadas de todos por arrogancia y desprecio.
Verificamos
esas realidades todos los dias, incluso en personas que se consideran
normales y equilibradas, pero que en verdad son víctimas
de desequilibrios emocionales, causados por traumas que, quizás, existen
desde hace años.
Están las que toman
calmantes. Sin embargo, sólo apartan la tensión por un poco de tiempo,
sin erradicar nunca la verdadera causa. Otras ahogan sus angustias en
el alcohol, en las drogas o en los placeres de la carne. Pero, pasando
el alivio momentaneo, los problemas vuelven con mayor fuerza y, lo que
es peor, nos hacen dependientes de las drogas y el vicio. Otras buscan toda
clase de diversiones, pero sus males los siguen allá donde
vayan.
Estamos presos en
las cadenas del pasado y sufrimos:
– Por nuestras
imperfecciones;
– Por las
imperfecciones de los demás;
– Y nos quedamos cada
vez más confusos, bloqueados, tenemos dificultades para relacionarnos
con Dios, con los demás, y para creer y para tomar decisiones.
Pero el hombre fue
creado por Dios, para Dios y necesita de Dios para alcanzar la felicidad
eterna (su fin último). Sólo que todos ponemos nuestras expectativas en los
demás, esperamos en los demás, confiamos en los demás, queremos ser amados
por los demás, que son tan imperfectos y limitados como nosotros. Acabamos
por sentirnos rechazados, angustiados, solos y vacíos.
Muchas veces este
proceso sucede de modo sutil, no nos damos cuenta, pero nuestros corazones
quedan oscuros y vacíos. Causa un desorden en nuestras relaciones, y los
sentimientos que produce generan celos, egoísmo, envidia… Y la raíz de todo está
allí, en los primeros días de nuestra vida, en la cuna.
Necesitamos dejarnos
guiar por Dios y no por nuestros traumas, angustias y heridas. Jesús es el
verdadero Señor y Señor de nuestras vidas, nuestra justificación. Sólo Él tiene
poder para penetrar en nuestros recuerdos y transformar las tinieblas
en luz (Is 53,4-5).
Pero para que Jesús
actúe en nuestras heridas, es necesario que queramos que lo haga. Es necesario
un acto de voluntad por nuestra parte para invitarle a que las purifique, las
libere. Necesitamos que nos libere para convertirnos en hombres y mujeres
nuevos, como estamos llamados a ser.
Fuente: COMUNIDADE SHALOM