Conoce
los silencios del amor y deja que tu vida sea transformada por ellos
Silencios medicinales
Existen muchas palabras que
vuelven desagradable la vida a los que escuchan. San Pablo exhorta así a los
efesios: “No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente
para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen” (Ef
4, 29).
“Las malas palabras” no son sólo las palabras maliciosas que hacen
o causan daño al prójimo (insulto, humillación, calumnia, mentira), sino las
que –aunque sean banales– de algún modo incomodan y vuelven desagradable la
convivencia.
Es común que muchas personas
se dediquen casi habitualmente a molestar a los demás con su boca y ni siquiera se den cuenta de ello.
Hagamos un examen de algunas
de esas posibles palabras, que están necesitando de que les apliquemos la
medicina del silencio.
Palabras emocionales. ¡Cuántas explosiones! Cuántas respuestas bruscas, cuántas
censuras de pequeñas faltas, hechas en el momento, cuántos reclamos nerviosos y
poco delicados, cuántas evaluaciones precipitadas; cuántos comentarios sin
pensar e imprudentes… vuelven desagradable la relación y cargan el ambiente del
hogar o del trabajo.
Es necesario luchar para
ejercitarnos en el silencio medicinal. Cerrar
la boca es una mortificación santa, difícil pero necesaria.
“El silencio nos vuelve
mejores –decía la gran educadora Lubienska de Lenval-, el silencio es una conquista de nosotros
mismos”: un acto de autodominio que puede ser alcanzado poco a
poco, con la gracia de Dios, si nos ejercitamos en luchar por dominar la
lengua.
Bien afirmaba el místico
alemán Tauler que “el silencio es el ángel de la guarda de la fortaleza”. Sólo
el alma espiritualmente fuerte logra dominar emociones que salpican palabras
sin pensar.
Torrentes de palabras: la locuacidad incontrolada, la palabrería de
la persona que habla, habla, habla…, y no deja hablar, ni escucha, ni se
percata de que está sofocando a los demás. “Después de ver en qué se emplean,
¡íntegras!, muchas vidas (lengua, lengua, lengua con todas sus
consecuencias), me parece más necesario y más amable el
silencio” (Camino,
n.447).
El filósofo Kirkegaard debe
haber sufrido con estos tsunamis verbales, porque ya cansado decía: “Si yo
fuera médico y me pidieran un consejo, respondería: cállense, hagan callar a
los hombres”.
A muchos les haría bien
proponerse repetir todos los días –y hasta muchas veces al día– aquella oración
del salmo: “Guardaré mis caminos, sin pecar con mi lengua, pondré un freno en
mi boca, mientras esté ante mí el impío” (Sal 39,2).
Dame un codazo divino de
alerta, cuando la boca empiece a perder el control y a brotar sin pausa.
Palabras vanidosas. Hay personas que siempre tienen que meter su “cuchara” y dar su
opinión en todo, aunque nadie se lo pida. Personas que interrumpen a los
demás y hacen prevalecer su palabra para demostrar que el otro está mal
informado, o sabe poco, o no sabe explicarse bien, o no tiene razón, o dice un
disparate.
Es muy desagradable la
actitud de las personas que se obstinan “en ser la sal de todos los platos” (Camino,
n. 48), y pasan la vida dando “lecciones
magistrales” sobre todos los temas de conversación.
Ahí ya no se trata solamente
de luchar para controlar la boca, sino de pedir a Dios que nos ayude a
profundizar seriamente en la virtud de la humildad, pues el vicio de
“pontificar” es vanidad y orgullo.
Palabras secas. Hay personas que habitualmente hablan de manera seca, áspera,
cortante y breve. Si alguien les llama la atención, contestan: “pero no estoy
enojado con nadie, no estoy molesto, es mi manera de hablar”.
La respuesta es: “es
justamente este ‘modo tuyo’ antipático que tiene que cambiar, si quieres
hacerles la vida agradable a los demás viviendo la caridad cristiana. Un poco
de suavidad afectuosa no le hace mal a nadie”.
Los silencios del amor
Los silencios del amor son
muchos. ¿Ya viste la belleza de la madre, que contempla en silencio amoroso a
su bebé en la cuna; o los silencios cariñosos y elocuentes de lo que se aman?
No vamos a hablar de todos los bellos silencios. Sólo vamos a pensar en dos:
La atención. Es la capacidad (la amabilidad) de escuchar en silencio, sin
interrumpir. Ya veíamos que esa actitud es de respeto por el otro y de caridad
cristiana. Y da alegría a quien, de buena fe, está hablando con nosotros.
Además de eso, hay personas
muy solitarias que necesitan, más que el alimento, un corazón que las escuche con
interés.
Me gusta recordar que hace
muchos años, cuando yo era un sacerdote joven, iba a visitar con frecuencia
–por razones de trabajo– a un viejo obispo, al que le gustaba contar cosas de
su infancia y juventud. En los encuentros, él hablaba todo el tiempo, y yo
escuchaba sin decir palabra, con un silencio reverencial.
Pasado un tiempo, casi me caí
de la silla cuando supe, por un sacerdote amigo, que el obispo decía de mí que
tenía “conversaciones muy agradables”. Si la única cosa que yo hacía era escuchar.
El sacrificio silencioso. Es maravillosa la persona que sabe sufrir y
sacrificarse en silencio, sin quejarse ni con palabras, ni con miradas, ni con
gestos.
Conocí un grupo de personas
santas, que nunca
reclamaban: ni del dolor, ni del tiempo, ni de la comida, ni de
la enfermedad. Cómo es agradable la convivencia con ellas. Hacen recordar la
actitud de Jesús durante la Pasión. Sufría y callaba, por amor a nosotros. En
medio de dolores e injusticias brutales, “pero Jesús seguía callado” (Mt
26,63).
Hay casos heroicos,
verdaderos reflejos de Cristo en la Pasión. Hay casos simples (también
heroísmos ocultos) que pueden ser imitados por todos.
En el monasterio de Lisieux,
donde vivía santa Teresita, había una religiosa que, sin darse cuenta de ello,
tenía constantes actitudes y comentarios desagradables. Santa Teresita se
propuso escucharla y aceptar sus inconcientes impertinencias con gran paciencia
y siempre sonriendo. Y la otra, ingenua como ella sola, terminó comentando: “No
sé lo que es lo que ve la hermana Teresa, que me quiere tanto”.
No podríamos cerrar bien este
capítulo si nos olvidáramos de hablar de lo principal: que los maravillosos silencios
de amor que hacen la vida agradable al prójimo sólo pueden nacer de otro silencio
profundo, de un silencio que purifica, calienta y transforma el corazón: el
silencio con Dios, el silencio de la meditación, de la oración
íntima y llena de amor, de humildad y de fe.
Ojalá pudiéramos repetir lo
que escribió Ernest Psichiari, nieto de Ernest Renan –el famoso propagandista
del ateísmo-, tras su conversión: “A esos grandes espacios de silencio –de
silencio con Dios– que atraviesan mi vida, al final les debo todo lo que en mí
pueda haber de bueno. Pobres aquellos que no han conocido el silencio. Porque
el silencio es el maestro del amor”.
Fuente: Aleteia