Una reflexión sobre el
valor de los ancianos y la importancia de los niños en sus vidas
He
acompañado a mi nieta a una actividad escolar en un asilo de ancianos para
llevarles algunos obsequios, así como presentarles cantos y bailes de
entretenimiento. El evento se llevó a cabo en un soleado patio al que los
ancianos acudieron, algunos por su propio pie, otros, ofreciéndoles el brazo
como apoyo o en sillas de ruedas.
Elegantes
algunos, pobremente vestidos otros, formaron un abigarrado grupo de rostros
tristes e inexpresivos, de miradas apagadas y distantes, tan característica en quienes padecen la crónica enfermedad de
la falta de amor, contrastando penosamente con la algarabía y
entusiasmo de los niños. Eran la desesperanza hecha persona, en la que se
compartía una historia en común marcada por una indigencia profunda de olvido y
abandono.
Al
regreso a casa en el coche, mi nieta hizo la observación con aire pensativo:
–Abue, que triste están los viejitos en ese asilo–. Mi respuesta fue un
lacónico sí, acariciando su cabecita, al tiempo que reflexionaba que esos
viejitos eran tan ancianos como yo, algunos quizá, con un poco menos de años.
Pero,
a diferencia de ellos, vivo rodeado de amor y es el amor la fuente de la eterna
juventud. Soy muy afortunado.
Rondo
los setenta años, y a decir verdad, como es la primera y única vez que vivo
esta etapa, atisbo expectante las novedades que en ella se encuentran dentro
del plan de mi Dios eternamente nuevo, eternamente joven. Del Dios que alegra
mi juventud de hoy y siempre.
Una
juventud en la que la pérdida de la fuerza, la belleza, la capacidad de trabajo
no deben impedir necesariamente que el fruto de nuestros esfuerzos, de nuestros
ideales, perduren, si encontramos el modo de que nuestras actividades no se
sujeten del todo a nuestros condicionamientos físicos y psíquicos, para superar
las pruebas a que la falta de salud, los problemas económicos o la expectativa
de la muerte nos puedan someter.
Pero
la falta de amor de los seres queridos es como viajar por territorios
desconocidos, sin brújula, sin luz, sin una estrella que seguir como aquella
por la que los Reyes de Oriente llegaron al Amor de los Amores.
Mi
juventud conserva ilimitado un dinamismo por el que, cuando me encuentro que
algo ya no puedo hacer, descubro siempre lo que sí puedo. Así, si no puedo
correr, camino; si no puedo bailar, canto; si no puedo hincarme permanezco de
pie con la mayor dignidad; si no puedo ayudar con la fuerza de mis brazos, lo
hago sonriendo para dar ánimos.
Pero
la falta de amor ensombrece el deseo de seguir viviendo, un ansia que se agosta
sin ese estimulo vital por el que el espíritu declina, convirtiéndonos en polvo
antes de la muerte.
Lucho
por que la integridad alcanzada se refleje en la serenidad con que acepto el
paulatino declive de mi existencia, lo hago esforzándome en mantener la
entrega, y no guardarme cómodamente cerrando los ojos a la realidad de que el
fin de esta vida comienza tras la muerte. Que el mayor y gran negocio en este
tramo, no solo es ganarse la vida eterna, sino también saltarse el purgatorio a
la torera. Sé que llegara el momento en que no podré seguir en este mundo,
entonces podre aceptar la muerte cambiándole el signo, pues quien me la envía,
es quien ha querido mi vida y me espera.
Pero
la mayor tragedia es haber perdido la fe en Dios, porque se ha dejado de verlo
en el prójimo, cuando más se necesita.
Atrás
he dejado las prisas, las turbulencias de la vida, y los surcos profundos que
en mi frente dejaron las preocupaciones mundanas empiezan a suavizarse,
haciéndome más fácil volver a las regiones profundas de mi alma, para recuperar
la capacidad de contemplación y encontrar el sentido a toda mi vida pasada,
presente, y sobre todo, futura.
Para
seguir creciendo en la fe, en la fidelidad a lo pequeño, y aun, a lo más
pequeño, donde pueda dar muestras del más fino amor a quienes me rodean.
Es
la época de trasmitir experiencias y de adquirir otras, al tomar consciencia
del final de un camino donde seré juzgado en el amor.
Visitare
asilos de ancianos las veces que me sea posible para llevar algo de calor a mis
hermanos y encontrarme con Cristo en cada uno de ellos. Para soplar suavemente
en sus almas y avivar rescoldos de amor en un apostolado de esperanza, que haga
renacer su fe junto a la mía.
Los
años ya no los contare, qué más da, si siempre seré joven.
Fuente: Aleteia