Homilía del Papa en la
Misa de la XXII Jornada Mundial
En
la Fiesta de la Presentación del Señor, el Papa Francisco ha presidido la Misa
en la Jornada por la Vida Consagrada, el 2 de febrero de 2018, a las 17 horas
en la Basílica del Vaticano.
La
XXII Jornada Mundial de la Vida Consagrada se ha celebrado en la Basílica con
la participación de cientos de miembros de Institutos de Vida Consagrada y de
Sociedad de vida apostólica, y ha estado concelebrada por obispos, cardenales y
sacerdotes de órdenes, congregaciones e institutos religiosos.
Homilía del Papa Francisco
Cuarenta
días después de Navidad celebramos al Señor que, entrando en el templo, va al
encuentro de su pueblo. En el Oriente cristiano, a esta fiesta se la llama
precisamente la «Fiesta del encuentro»: es el encuentro entre el Niño Dios, que
trae novedad, y la humanidad que espera, representada por los ancianos en el
templo.
En
el templo sucede también otro encuentro, el de dos parejas: por una parte, los
jóvenes María y José, por otra, los ancianos Simeón y Ana. Los ancianos reciben
de los jóvenes, y los jóvenes de los ancianos. María y José encuentran en el
templo las raíces del pueblo, y esto es importante, porque la promesa de Dios
no se realiza individualmente y de una sola vez, sino juntos y a lo largo de la
historia. Y encuentran también las raíces de la fe, porque la fe no es una
noción que se aprende en un libro, sino el arte de vivir con Dios, que se
consigue por la experiencia de quien nos ha precedido en el camino. Así los dos
jóvenes, encontrándose con los ancianos, se encuentran a sí mismos. Y los dos
ancianos, hacia el final de sus días, reciben a Jesús, que es el sentido a sus
vidas. En este episodio se cumple así la profecía de Joel: «Vuestros hijos e
hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones» (3, 1). En ese
encuentro los jóvenes descubren su misión y los ancianos realizan sus sueños. Y
todo esto porque en el centro del encuentro está Jesús.
Mirémonos
a nosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados. Todo comenzó gracias al
encuentro con el Señor. De un encuentro y de una llamada nació el camino de la
consagración. Es necesario hacer memoria de ello. Y si recordamos bien veremos
que en ese encuentro no estábamos solos con Jesús: estaba también el pueblo de
Dios —la Iglesia—, jóvenes y ancianos, como en el Evangelio. Allí hay un
detalle interesante: mientras los jóvenes María y José observan fielmente las
prescripciones de la Ley —el Evangelio lo dice cuatro veces—, y no hablan
nunca, los ancianos Simeón y Ana acuden y profetizan. Parece que debería ser al
contrario: en general, los jóvenes son quienes hablan con ímpetu del futuro,
mientras los ancianos custodian el pasado.
En
el Evangelio sucede lo contrario, porque cuando uno se encuentra en el Señor no
tardan en llegar las sorpresas de Dios. Para dejar que sucedan en la vida
consagrada es bueno recordar que no se puede renovar el encuentro con el Señor
sin el otro: nunca dejar atrás, nunca hacer descartes generacionales, sino
acompañarse cada día, con el Señor en el centro. Porque si los jóvenes están
llamados a abrir nuevas puertas, los ancianos tienen las llaves. Y la juventud
de un instituto está en ir a las raíces, escuchando a los ancianos. No hay
futuro sin este encuentro entre ancianos y jóvenes; no hay crecimiento sin
raíces y no hay florecimiento sin brotes nuevos. Nunca profecía sin memoria,
nunca memoria sin profecía; y, siempre encontrarse.
La
vida frenética de hoy lleva a cerrar muchas puertas al encuentro, a menudo por
el miedo al otro —las puertas de los centros comerciales y las conexiones de
red permanecen siempre abiertas—. Que no sea así en la vida consagrada: el
hermano y la hermana que Dios me da son parte de mi historia, son dones que hay
que custodiar. No vaya a suceder que miremos más la pantalla del teléfono que
los ojos del hermano, o que nos fijemos más en nuestros programas que en el
Señor. Porque cuando se ponen en el centro los proyectos, las técnicas y las
estructuras, la vida consagrada deja de atraer y ya no comunica; no florece
porque olvida «lo que tiene sepultado», es decir, las raíces.
La
vida consagrada nace y renace del encuentro con Jesús tal como es: pobre, casto
y obediente. Se mueve por una doble vía: por un lado, la iniciativa amorosa de
Dios, de la que todo comienza y a la que siempre debemos regresar; por otro
lado, nuestra respuesta, que es de amor verdadero cuando se da sin peros ni
excusas, y cuando imita a Jesús pobre, casto y obediente. Así, mientras la vida
del mundo trata de acumular, la vida consagrada deja las riquezas que son
pasajeras para abrazar a Aquel que permanece. La vida del mundo persigue los
placeres y los deseos del yo, la vida consagrada libera el afecto de toda
posesión para amar completamente a Dios y a los demás. La vida del mundo se
empecina en hacer lo que quiere, la vida consagrada elige la obediencia humilde
como la libertad más grande. Y mientras la vida del mundo deja pronto con las
manos y el corazón vacíos, la vida según Jesús colma de paz hasta el final,
como en el Evangelio, en el que los ancianos llegan felices al ocaso de la
vida, con el Señor en sus manos y la alegría en el corazón.
Cuánto
bien nos hace, como Simeón, tener al Señor «en brazos» (Lc 2, 28). No sólo en
la cabeza y en el corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la
oración, en el trabajo, en la comida, al teléfono, en la escuela, con los
pobres, en todas partes. Tener al Señor en las manos es el antídoto contra el
misticismo aislado y el activismo desenfrenado, porque el encuentro real con
Jesús endereza tanto al devoto sentimental como al frenético factótum. Vivir el
encuentro con Jesús es también el remedio para la parálisis de la normalidad,
es abrirse a la cotidiana agitación de la gracia. Dejarse encontrar por Jesús,
ayudar a encontrar a Jesús: este es el secreto para mantener viva la llama de
la vida espiritual. Es la manera de escapar a una vida asfixiada, dominada por
los lamentos, la amargura y las inevitables decepciones. Encontrarse en Jesús
como hermanos y hermanas, jóvenes y ancianos, para superar la retórica estéril
de los «viejos tiempos pasados», para acabar con el «aquí no hay nada bueno».
Si Jesús y los hermanos se encuentran todos los días, el corazón no se polariza
en el pasado o el futuro, sino que vive el hoy de Dios en paz con todos.
Al
final de los Evangelios hay otro encuentro con Jesús que puede ayudar a la vida
consagrada: el de las mujeres en el sepulcro. Fueron a encontrar a un muerto,
su viaje parecía inútil. También vosotros vais por el mundo a contracorriente:
la vida del mundo rechaza fácilmente la pobreza, la castidad y la obediencia.
Pero, al igual que aquellas mujeres, vais adelante, a pesar de la preocupación
por las piedras pesadas que hay que remover (cf. Mc 16, 3). Y al igual que
aquellas mujeres, las primeras que encontraron al Señor resucitado y vivo, os
abrazáis a Él (cf. Mt 28, 9) y lo anunciáis inmediatamente a los hermanos, con
los ojos que brillan de alegría (cf. v. 8). Sois por tanto el amanecer perenne
de la Iglesia. Os deseo que reavivéis hoy mismo el encuentro con Jesús,
caminando juntos hacia Él: así se iluminarán vuestros ojos y se fortalecerán
vuestros pasos.
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Fuente:
Zenit