Aprende a soltar todo y dejarlo en manos de Dios,
desprenderte de tu ego y de tus pretensiones
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Hoy en día se habla mucho del estrés y de
la ansiedad. Deseo el orden y vivo en el caos. Por eso surge la ansiedad tantas
veces. Y noto que duermo mal.
O me vuelvo susceptible y salto
a la mínima. O vivo con un nudo constante en el estómago. Queriendo
llegar a todo, solucionar todos los problemas, resolver todos
los desafíos que la vida me plantea.
Creo que tengo que dar la talla
adecuada, y no la doy.
El otro día leía un artículo de Carlos
Manuel Sánchez sobre el estrés: “Según los expertos, el secreto para
convertir el estrés en un arma es verlo como algo positivo. Cuestión de actitud”.
¿Cómo puedo llegar a hacerlo? Es
el desafío de mi vida, cambiar mi actitud. Eso es lo que dicen: “La
gestión del estrés es, en buena medida, una cuestión de actitud”.
Y también depende de otros
factores como el entorno, conductas y pensamientos
aprendidos de la familia, de mis amigos.
Comenta Elhert: “Si te
preguntas todo el tiempo qué va a salir mal, tendrás más problemas para
desconectar y relajarte”.
Si
los que están conmigo sólo saben señalarme los peligros, me cuidan y protegen para que no me equivoque, buscan que
no caiga, que no me confunda, ese ambiente de protección genera en mí miedos y
desconfianzas.
Me
vuelvo inseguro. No
sé hacer nada solo. Dudo de mis fuerzas y mi sabiduría. Y seguramente en
situaciones difíciles de estrés me acabaré amargando y me hundiré. No sabré
enfrentar situaciones de conflicto.
No es fácil manejar todo esto. Vivo
con miedo e inseguridad. Lo he adquirido del entorno en
el que he crecido. O se ha hecho fuerte en mí a partir de fracasos
y caídas.
La ansiedad ante situaciones
difíciles puede bloquearme y hacer que salga de mí lo peor. Tengo
que educar el corazón para ser más libre. Para confiar más en
mis fuerzas. Pero sobre todo, para confiar más en el poder de Dios.
Y que no me importe tanto que no
salgan las cosas como yo quiero. El plan B puede resultar mejor que el que yo
tenía pensado.
El tiempo no siempre es lo que
tiene que mandar. Cumplir todos los horarios. Que calce la vida en el esquema
pensado.
A
veces la vida no respeta mis planes. No se adapta a mis deseos y sigue un rumbo diferente. Me da
miedo no ser capaz de vivir con paz situaciones difíciles que
provocan en mi alma estrés y ansiedad. Angustia y miedos.
Me gustaría aprender a mirar con
más paz la vida sin caer en esa angustia.
Leía el otro día: “Walt
Whitman describía cómo mantenerse apartado de la lucha y la brega, entretenido,
complaciente, compasivo, ocioso, unitario. Dentro y fuera del juego y
contemplándolo todo asombrado. Pero yo, en lugar de estar entretenida, lo que
estoy es estresada. En lugar de contemplar, siempre me meto e
interfiero”[1].
Me puede pasar lo mismo. No miro
con calma lo que ocurre a mi alrededor. Me enfado. Me enervo. Pierdo la paz. Me
consume el nerviosismo. No me quedo al margen. No sé tomar
distancia de las cosas importantes.
A veces creo
que tengo que resolverlo yo todo solo. Eso no es posible. Caigo
en la ansiedad casi sin darme cuenta y no me hace bien.
Pretendo obtener el resultado
final esperado. Quiero que las cosas salgan bien. Y no
acepto el fracaso como punto final a mis sueños.
Miro a Jesús que me enseña cómo
vivir la vida. Él me invita a no angustiarme ante lo que no puedo
controlar. Quiere que suelte las riendas de mi vida.
¡Cuánto me cuesta confiar en su
poder! Controlo los horarios. Lo que hacen los demás. Lo que no hacen. Controlo
todo y lo sujeto. Para no perder el control ni el tiempo.
Porque
confío en mis fuerzas,
sólo en eso. Y no tanto en la intervención de Dios. Tal vez me asusta que no
haga nada. Por eso no suelto las riendas.
Lo mismo le pasaba a san Ignacio
antes de su verdadera conversión: “Todavía tiene que dejar que sea Dios el
que tome las riendas. Por ahora, es el propio Íñigo el que parece estar al
mando de un nuevo proyecto, el que parece decirle a Dios: ‘Ya verás lo que
voy a hacer por ti’. Se trata de un hombre que subordina todo a un ideal. Desde
esa consagración total se comprende su fuerza de voluntad para no ceder a las
tentaciones que conoce bien”[2].
La tentación de hacerlo yo todo.
De gobernar yo mi barca. De decidir yo lo que corresponde en cada momento.
Sujetando los miedos. Manteniendo a raya los agobios y angustias. Pero así no me
aguantan las fuerzas.
Si supiera vivir la santa
indiferencia sería más santo. Pero no logro soltar todo y dejarlo en manos de
Dios. Desprenderme de mi ego y de mis pretensiones. Dejar que
sea Dios el que me vaya marcando los pasos a seguir.
Me da tanto miedo el fracaso y
la muerte… Detesto la imperfección y dejar de hacer lo que me corresponde, lo
que debo, lo que está bien.
Tengo tanto miedo al error y a
la crítica que vivo con ansiedad continuamente. Me falta paz en el alma para
enfrentar la vida.
Esa paz que sólo llega de Dios a
mi alma cuando aprendo a vaciarme y a dejar que sea Él el que venga a mí y tome
posesión de mi vida.
¡Cuánto me falta para que suceda en mí esa
segunda conversión que es obra de Dios y acaba con mis pretensiones tan
humanas!
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia