O preguntado de otro modo: ¿serán muchos o pocos
los salvados?
Antes de responder a esta pregunta, me
parece oportuno echar un vistazo al contexto en el que Jesús habla de escogidos
y llamados.
El profeta
Isaías (Is 25, 6-10), nos describe un gran banquete que tendrá lugar en la
Jerusalén celestial, al cual concurrirán todos los pueblos para participar de
la alegría por el triunfo definitivo del Mesías. Esta invitación no es
exclusiva para Israel, es para todos los pueblos de la tierra; cada uno está
llamado a este banquete. Esto se ratifica en el Salmo 22, donde se nos dice que
habitaremos en la casa del Señor por años sin término; y, además en el mismo
salmo, el salmista nos recuerda que nuestro Dios “prepara una mesa” (Sal 22,
5).
Y Jesús
retoma el tema del banquete, cuando, para explicarnos el reino de los Cielos,
se sirve de la parábola del banquete de bodas o del banquete nupcial (Mt 22,
1-13).
El banquete
de bodas es una imagen bíblica. Dicho banquete sirve para resaltar el carácter
gratuito, generoso y extraordinario del amor de Dios por su pueblo.
El banquete
y/o la fiesta de bodas es también símbolo de la alegría por la unión esponsal
entre el novio Jesús, el Mesías de Dios, con su pueblo, la Iglesia; Él se
entrega a ella por amor, para que Dios reine a beneficio de la humanidad.
Jesús se
definió a sí mismo como novio (Mt 9,15) y como esposo (Mt 25, 1-13). Realidad
que San Pablo confirma: Cristo, como marido, es cabeza de la Iglesia; y como un
buen marido se entrega a sí mismo por ella (Ef 5, 21-32).
“No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Deus
caritas est, 1). Esa Persona no es otra que el novio-esposo
Jesucristo, quien se casa con su nuevo pueblo de la Alianza: la Iglesia;
Iglesia que, por voluntad divina, quiere abarcar toda la humanidad.
Y obviamente
la Iglesia-humanidad necesariamente debe estar presente en la fiesta de bodas;
es una fiesta que celebramos en la fe cada domingo. La fiesta por el matrimonio
entre Jesús y la Iglesia está anticipada en el hoy de la fe: el Espíritu Santo
nos permite pregustar, en el banquete eucarístico, las alegrías del banquete
celestial. La Santa Misa, por tanto, es la anticipación de aquel banquete
nupcial escatológico y definitivo.
Y ahora
recordemos la parábola del banquete nupcial. Jesús nos habla de un rey (Dios)
que prepara un banquete para festejar la boda de su hijo muy amado con la
humanidad (que es Él mismo). Fiesta a la que el rey empieza invitando por boca
de sus siervos (los patriarcas y profetas), y a través de los dirigentes
judíos, al antiguo pueblo de la alianza, el pueblo de Israel.
Pero como
estos -los primeros invitados- negaron la dignidad mesiánica de Jesús
rechazaron ir a la boda (Mt 21, 33-43).
El rey
entonces les dice a otros siervos (los apóstoles y discípulos) de ir a extender
la invitación de manera más directa a más gente de ir a la fiesta (al
pueblo de la antigua alianza en general).
Pero estos
nuevos invitados tampoco hicieron caso de la invitación, y se negaron también
con sus justificaciones, excusas y pretextos a ir a la fiesta.
El rey
entonces, muy indignado, envía aun más siervos a todos los rincones de la
tierra para invitar a todos -pecadores y paganos (buenos y malos)-, sin excluir
a nadie a unirse a la fiesta.
El rey les
dice a sus siervos: “Vayan, … e inviten”. El verbo invitar se traduce con
“llamar”. Vayan y llamen a todos los que puedan encontrar. Búsquelos y
tráiganlos. Hay aquí pues un llamado general que va dirigido a todos.
Y los siervos
van y llaman a todos; pero, junto a la invitación, la advertencia de que hay
que ir a la fiesta con un traje especial, con el traje adecuado.
Para ser
admitidos a esta fiesta de bodas (la eucarística y la escatológica –las bodas
del cordero (Ap 19, 9)-), es necesario llevar puesto el traje nupcial: estar
revestidos, entre otras cosas, de Cristo como dice San Pablo (Col 3, 10-15).
Revestirse de
Cristo significa, además, hacerlo de aquellas virtudes, humanas (naturales) y
cristianas (sobrenaturales). El revestirnos de Cristo es el fruto maduro de la
justa cooperación entre la gracia y la libertad humana, y que estamos llamados
a cuidar constantemente para poder ser dignamente admitidos en la “fiesta de
bodas”.
El primer
modo para ser revestidos de Cristo es el sacramental, por medio del Bautismo.
“El Señor mismo afirma que el Bautismo es necesario para la salvación (cf
Jn 3, 5). Por ello mandó a sus discípulos a anunciar el Evangelio y
bautizar a todas las naciones (cf Mt 28, 19-20; cf DS 1618; LG
14; AG 5). El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los
que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este
sacramento (cf Mc 16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el
Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna…” (Catecismo,
1.257).
Ese vestido
para estar en la fiesta de bodas es, pues, la gracia de Dios. La gracia que se
recibe a través de los sacramentos y que se mantiene con la fidelidad a Dios;
es el vestido de los que no se limitan a decir “Señor, Señor” (Mt 25, 11), sino
que además hacen la voluntad de Dios Padre (Mt 7, 21).
La parábola
nos dice además que una vez ha comenzado la fiesta de bodas llega el rey
(Dios). Y como éste ve a alguien que se había ‘colado’, se dispone a expulsarlo
sin ninguna contemplación; el rey expulsa de la fiesta a quien había pretendido
estar sin cumplir con el requisito fundamental.
Por esto, al
final de ésta parábola, Jesús sentencia: “Muchos son los llamados mas pocos los
escogidos” (Mt 22, 14). Dicho de otra manera: Muchos (todos)son los
llamados al matrimonio con Dios y a la respectiva fiesta, mas pocos serán los que
se casen con Dios y así entren en consecuencia a la fiesta de bodas.
A partir de
aquí ya podemos intuir quién es llamado y quién es escogido. De aquí que se
entiende la diferencia entre ser llamado y ser escogido. Dios quiere que toda
la humanidad con la que Él se ha casado, abrazada por la Iglesia, esté en la
fiesta de bodas, pero sólo serán escogidos unos cuantos, los que lleguen a la
fiesta en el cielo con el traje indicado. En el cielo están y estarán de fiesta
los que se han casado con el divino esposo.
Lo que queda
claro es que, en la terminología de Mateo, la “llamada” es para todos, es
simplemente la petición general a la humanidad para que acepte casarse con Dios
y estar en el banquete celebrativo en el reino de los cielos.
Es lo que nos
confirma San Pablo cuando dice que “Dios quiere que todos los hombres se
salven” (1 Tim 2, 4). Es lo que se conoce en teología como la voluntad
salvífica y universal de Dios. El amor de Dios Padre no conoce límites ni
pone barreras. Su mayor deseo es que todos los seres humanos, salidos de su
mano creadora, puedan participar un día con Él en el banquete celestial.
Pero lastimosamente su deseo no es cumplido en su totalidad; pero no será por
culpa suya.
Cierto día le
formulan a Jesús una pregunta: “¿Serán pocos los que se salven?” (Lc 13, 23).
Jesús, aunque sabe la respuesta (como nos lo da a entender en la parábola del
banquete nupcial), no responde a esta pregunta dando números, dando cifras,
dando proporciones de salvados o condenados; simplemente, se limita a decir que
hay un requisito de salvación: Entrar al cielo por la puerta estrecha (Mt 7,
13-14).
Además, con
la parábola del banquete nupcial y con la expresión de que muchos son los
llamados más pocos los escogidos, Jesús no solo quiso hablar del reino de los
Cielos o del plan divino de salvación: Una relación de amor entre Dios y el ser
humano (la boda –eterna- entre el hijo del rey y la humanidad abarcada por la
Iglesia); sino que también quiso hablar una vez más de otras verdades
fundamentales: Un juicio final (en el que se verificará que se tenga el traje
de bodas); un cielo (Gozar de la fiesta; la felicidad de la salvación) y un
infierno (Expulsión de la fiesta – Llanto y rechinar de dientes).
Ésta parábola
es una invitación al ‘gran’ y definitivo discernimiento que todos tenemos que
hacer en la vida, el discernimiento trascendental con el que nos jugamos todo.
Con la frase:
“Muchos son llamados y pocos los escogidos”, Jesús concluye su parábola del
banquete nupcial, pero bien podría también con la cual concluir la totalidad de
su mensaje.
Y, finalmente, teniendo en cuenta ésta misma
parábola, vemos que sólo uno es expulsado de la fiesta; en consecuencia en el
reino de los cielos, de entre todos los que son llamados a la fiesta, son más
los escogidos que los rechazados. Los que gozan de la fiesta o banquete de
bodas serán la gran mayoría. Es una parábola esperanzadora.
Henry Vargas Holguín
Fuente: Aleteia