Es la mirada de un Padre ante su hijo pequeño, una mirada que reconforta, llena al alma de paz, robustece, alienta y da seguridad
«Adán,
¿dónde estás?» : es el lamento de Dios que hace ante el hombre, salido de sus
manos, que huye de él. «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy
desnudo; por eso me escondí». El hombre escapa de Dios, se esconde
de su Creador. Rehuye de su mirada y siente vergüenza cuando éste pasa a su
lado. Ya no aguanta ver su rostro.
«Adán,
¿dónde estás?» Esta pregunta compasiva que hiere el alma de compasión, casi un
ruego, se viene repitiendo a lo largo de la historia de la humanidad. El
hombre teme la mirada de Dios. No soporta verlo. Y prefiere esconderse,
apartarse lejos de Él, mirar las creaturas, volcarse hacia ellas antes que
observar el rostro divino.
¡Qué
grande es el poder de la mirada! Hay miradas que alegran, tranquilizan. Miradas
que sanan y curan. Miradas con ojos claros, compasivos, transparentes y
sinceros, rebosantes de amor, ternura y misericordia. Unas despiertan
compasión, otras hay que dignifican, algunas que perdonan. Miradas puras,
inocentes, infantiles o llenas de experiencia y surcadas por la presencia de la
sabiduría.
Existen
– ¡ay!- miradas que hieren, que lastiman. Que matan. O que cosifican,
volatilizan, que quitan la dignidad. Miradas que degradan y prostituyen.
Miradas sucias, seductoras o desafiantes, inyectadas de odio, furia, coraje. De
lujuria. Miradas de cobardes, de altivos, soberbios y orgullosos. Miradas
meduseas que petrifican, que succionan, que asesinan.
Adán
escapa de la mirada de Dios y desde entonces todo el género humano busca
retraerse del rostro de un Ser, que al parecer, sólo quiere humillar y castigar.
Nos mira para condenarnos. Es lo que Jean Paul Sartre dice en una de sus
biografías:
“Durante varios años aún, mantuve relaciones públicas con el Todopoderoso; en privado, dejé de tratarme con Él. Una sola vez tuve el sentimiento de que existía. Había estado jugando con cerillas y había quemado una pequeña alfombra. Me disponía a maquillar mi delito, cuando, súbitamente, Dios me vio. Sentí su mirada dentro de mi cabeza y en mis manos. Me puse a dar vueltas por el cuarto de baño, horriblemente visible, como un blanco viviente. La indignación me salvó: me enfurecí contra una indiscreción tan grosera; blasfemé […] Nunca me volvió a mirar.”
¿Pero
de verdad Dios mira así al hombre? ¿Le genera tanto asco la obra que salió de
sus manos? El dios de Sartre, esa especie de re-encarnación del ojo de Saurón,
que todo lo penetra y observa para después aplastar, que nos hace sentir como
“blancos vivientes”, será el dios de los griegos algo modernizado, o un funesto
ídolo pagano. ¡Y cuántos cristianos aún piensan que Dios los mira así!
Pero ése no es el Dios cristiano, el Dios de la revelación, el Dios de Abraham,
el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Dostoievsky,
ese gigante del espíritu del que aún tenemos tanto que aprender, llegó a escribir
estas líneas muy conmovedoras:
«Tan grande como la alegría de una madre que contempla la primera sonrisa de su hijo es la de Dios cuando ve que un pecador se arrodilla y reza”. Hay que proclamar esto a los cuatro vientos: ¡La mirada de Dios hacia sus hijos es una mirada tierna, llena de compasión y misericordia! “Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. No temas, que yo estoy contigo». (Is 43, 4-5) dice en la Escritura.
Es
la mirada de un Padre ante su hijo pequeño, una mirada que reconforta, llena al
alma de paz, robustece, alienta y da seguridad. Cristo nos hace patente y
visible esa mirada: esa misma mirada logró transformar el alma de Zaqueo el
publicano y recobró la dignidad de la pecadora pública. Una mirada discreta y
potente, la cual conquistó a Mateo, a Pedro, a Juan. Y sigue conquistando miles
de corazones enloquecidos una vez que se percatan del amor intenso y personal
de esa mirada.
Sartre
y sus discípulos podrán decir lo que quieran de esa distorsionada visión de
Dios y seguir reafirmando su ateísmo. Al fin y al cabo, ellos no reniegan del
Dios cristiano, sino que sólo le dan la espalda a un fetiche falso. O quizá, al
olvidar su condición de creaturas amadas y pretendiendo reivindicar una
tambaleante libertad absoluta, aún no han superado el miedo de Adán. Y así, han
optado rebelarse contra su caricatura, y construir su vida sin Él.
¡Hay
que dejarse mirar por Dios! Urge en nuestra sociedad y en nuestras vidas
purificar la imagen que tenemos de Él. No temer a que su luz recorra las zonas
más secretas del alma para que las sane y las cura. Es necesario confiar en Él,
no temer esa mirada. Permitir que su rostro pacifique nuestro ser con la
certeza de que somos hijos amadísimos, y que no vamos a la deriva del azar en
una vida sin sentido.
Por: H. Roberto Allison, LC
Fuente:
elblogdelafe.com