Las consecuencias de lo que hago o no hago, de mis
palabras y silencios, sólo son de Dios
![]() |
Natalia Laurel - Shutterstock |
Quiero que en algo cambie mi vida en
Cuaresma. En algo importante. No tanto en los detalles. No se trata sólo de
pequeños gestos.
Quiero algo más hondo. Un resurgir desde
dentro. Volver a nacer. Más amor verdadero. Más vida, más pasión, más luz, más
esperanza.
A veces veo
que me atenaza el miedo. Temo perder lo que tengo. Y no lograr lo que sueño.
Temo no ser fiel hasta la muerte. Y pensar, ya cerca de la muerte, que mi vida
no ha sido plena. Temo no estar a la altura, no sé si de lo que yo espero de
mí, o quizás de lo que Dios espera.
Me duele mi
falta de libertad interior. ¡Cuánto me importa lo que el mundo piensa de mí, su
juicio, su condena!
Y vivo atado a mis inseguridades temiendo
perder la fama, la vida. Me hundo en vaguedades y decisiones poco firmes.
Quejándome de una vida que no se parece mucho a la soñada un día, cuando era
joven y mi pecho ardía con grandes ideales. Y soñaba con cumbres.
No logro hacer de mis obras actos de
misericordia que lo transformen todo. Algo me falta. No consigo convertir mi rutina en un
caminar sagrado.
Quiero ser
santo, me digo, con voz fuerte, para no olvidarme. Y se me llena la boca de
bonitas palabras en las que creo, pero que parecen no cambiarme por dentro.
Y espero tal
vez que sea Dios quien lo haga con una varita mágica. Tocando mi corazón
herido. Y yo no hago nada por cambiar mi senda, mis pasos. No
lucho demasiado.
Quizás espero
un milagro de madurez. O me conformo con esta vida que llevo. Y me creo que
Dios me ama. Al menos eso me dijo un día.
Pero yo no amo, ni tan siquiera me amo.
Amar cuesta renuncia y renunciar me duele. Y la exigencia que necesito no la quiero.
Y no sé cómo pero no quiero renunciar a nada.
Quiero los
opuestos. Beso dos caminos. No sé si por eso me cuesta tanto el ayuno. Renunciar a lo
que deseo. Aquí y ahora. En este momento.
Renunciar por
amor. No porque me lo mandan desde arriba con orden firme. Renunciar para que
otros vivan, tengan y sean más que yo.
Días sagrados
busco. Una rutina santa. Albergo en mi corazón la esperanza de que un día como
un viento suave se calmen mis ansias perdidas. Mis sueños rotos. Y la sangre
deje de manar de mi herida abierta. Con un abrazo de Dios. Con una palabra
sanadora. No lo sé. Con una mirada. Eso es lo que espero.
Creo en el
valor sagrado de mis actos. Y en el poder que tiene mi comportamiento. “El
ejemplo es la ligazón más fuerte entre los hombres. Toda acción despierta en
los demás la voluntad de actuar con rectitud, de salir del sopor de la
somnolencia y de llenar las horas de actividad”[1].
Actúo creyendo hacer justicia, y puedo
equivocarme. Mis
juicios y mis actos pueden provocar un mal injusto.
Luego pretendo retirarme a la oración,
lejos de los
hombres, para que no me molesten, para no molestar. Para no hacer daño, para no
ser injusto.
Pero entonces
mi falta de acción, mi soledad, mi omisión, puede despertar un mal, un daño que
yo nunca he pretendido.
Puedo influir actuando y a la vez no haciendo
nada. Puedo hacer el mal y el bien con un acto, con una omisión. ¡Qué paradoja!
Mis silencios y mis palabras pueden cambiar
el mundo. No controlo las consecuencias de mis actos ni de mis omisiones.
Yo sólo vivo.
Pero de
lo que se deriva de lo que hago o no hago sólo es Dios el dueño.
Y yo no entiendo el poder de una palabra, la atracción de un sí sencillo y
oculto, el poder de un abrazo, la fuerza del silencio.
No sé cómo de
misteriosa es esta vida en la que el destino de los hombres se entrelaza en una
red donde todo se une.
No puedo vivir aislado de nadie. En algún lugar mis actos ocultos
encuentran eco. Y sabré que mi vivir y mi amar estarán dando un fruto hasta
ahora desconocido.
No lo
descarto. No me escondo. No miro hacia otro lado para no verme
involucrado en injusticias, para no incurrir yo en el daño que otros reciben.
Quiero aislarme para que no me pese la
culpa, para que no me
culpen. No ansío tampoco la gloria si el bien es lo que logro.
Prefiero no ser responsable. Pero es
imposible. Siempre
mi actuar va a tener consecuencias. Incluso cuando intento obedecer, sin
influir nada en lo que sucede.
No hay manera
de permanecer al margen de todo lo que acontece. Sólo puedo decidir cómo quiero
yo actuar en esta vida. Me gustaría desprenderme de mí mismo, de mi ego.
Leía el otro
día: “Quien
aspira seriamente a ese desasimiento de su propia honra y de los propios
gustos, y es ´sencillo´ en sus acciones, en sus deseos y en sus pensamientos,
es decir, si no conoce más fondo que la gloria y el
amor de Dios, ese tal se verá libre de muchas angustias parásitas del espíritu,
y no debe temer las perturbaciones nerviosas”[2].
Quiero vivir más libre de mis pretensiones. Actúo y hablo con sencillez sin esperar
el reconocimiento de nadie. Me he desasido de mi orgullo que pretende ser
valorado y encontrar paz en el aplauso del mundo.
No tienen que
imitar mis gestos. No tienen que repetir mis palabras con su voz. No quiero
influir con mis omisiones en nada de lo que sucede. No es la meta de mi vida.
Mis actos dejarán la huella que sólo Dios
conoce. Igual que mis silencios. Pero no me turbo cuando veo que mis actos
pasan desapercibidos y
nadie los valora. O no escuchan mi voz y no siguen mis consejos.
Sólo pongo mi
vida en las manos de Dios. Confío en Él. Deseo que Dios actúe en mí y
me use como instrumento.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia