Si aprendiera a callarme, si no me dejara llevar por mis
pasiones...
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Lars Hammar | CC BY SA 2.0 |
El otro día leía al profeta Jonás y me
quedé pensando: “Jonás se puso en marcha hacia Nínive, siguiendo la orden del
Señor. Nínive era una ciudad inmensa; hacían falta tres días para recorrerla.
Jonás empezó a recorrer la ciudad el primer día, proclamando: – Dentro de
cuarenta días, Nínive será arrasada”. Jonás (3,1-10).
La ciudad
será arrasada pasados cuarenta días si no cambia el corazón de sus habitantes.
Arrasada si no enmiendan sus errores y llevan una vida santa.
Arrasada si
no dejan de lado sus vicios y esclavitudes. Arrasada si no reina en ellos el
amor y la esperanza.
La reacción
del pueblo es inmediata. Lo dejan todo. Hacen penitencia y cambian
de vida. Y la ciudad no es arrasada.
Cafarnaúm era
esa ciudad en la que Jesús hizo tantos milagros. Vivió allí en la casa de
Pedro. Predicó en sus calles y en su sinagoga. Pero no creyeron en el poder de
Jesús. En la presencia de Dios.
Buscaron otros signos tal vez. O simplemente no quisieron cambiar de vida.
Curiosamente hoy no queda nada de esa ciudad.
“Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a
encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho
los milagros que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy”. Mt
11,23.
Quedan hoy
sólo unas piedras de la casa de Pedro y de la sinagoga. Nada más. Muchos no
escucharon a Jesús. El tiempo dejó arrasada la ciudad.
Los
ciudadanos de Nínive se tomaron en serio esos cuarenta días. Creo que a veces no me
tomo en serio la Cuaresma. No aprovecho el tiempo y dejo
pasar de largo a Jesús delante de mis ojos.
La Cuaresma
son sólo cuarenta días que me regala la Iglesia para hacer ayuno, oración y
obras de misericordia.
Cuarenta días
para cambiar de vida, para dejar lo que me esclaviza, para comenzar caminos
diferentes, para soñar con las cumbres más altas que me llenan de luz.
Cuarenta días
de idilio entre Jesús y yo. Enamorado yo de Él y no tanto de sus milagros. No
pienso en ellos. Sólo quiero estar con Él. Dejarme abrazar por Él y descansar
en su mirada.
Cuarenta días
para dejar en sus manos mis dolores, mis renuncias, mis debilidades, mis
caídas. Para confiar en lo que Él puede hacer conmigo cuando soy
dócil y dejo que entre en mi vida.
La Cuaresma
es un tiempo de gracias para que mi corazón se llene de ternura y esperanza. Me
veo tan rígido a menudo…
Me ato a mis
deseos. A mis rutinas sagradas. A mis planes marcados. Mi
rigidez no me deja abrirme a lo nuevo, a la sorpresa, a la
hondura de este tiempo de desierto.
Cuarenta días
para cambiar mis hábitos. Cuarenta días para dejar que el agua entre en mi piel
reseca y me dé nueva vida. Cuarenta días para ahondar en mi alma descubriendo
nuevos caminos que se abren en la penumbra.
Me llena de
luz la presencia de Dios que quiere cambiarme por dentro. Si me dijeran que mi
vida será arrasada y que sólo me quedan cuarenta días para cambiar. ¿Qué haría?
Sin duda me lo tomaría más en serio.
Pero corro el
peligro de pensar que es una Cuaresma más. Un
tiempo gris. Sin sol, sin luces. Un tiempo de espera y anhelo como cada año. Y
nada más.
Parto de la
base de que nada puede cambiar. Me confieso con frecuencia de los mismos
pecados. Puede que cambie la frecuencia de estos.
Conozco
perfectamente la raíz del mal que me acecha. Y conozco lo débil que es mi voluntad
al ser tentada. Tiro la toalla antes de la lucha. Y no creo que pueda hacer
nada para ser mejor persona.
Si al menos
lograra cambiar mi mirada… Si pudiera llegar a ser más misericordioso y
bondadoso. Si mi forma de hablar fuera distinta.
Si consiguiera dejar de criticar y juzgar
al mundo. Si aprendiera a callarme en lugar de decir siempre lo que pienso. Si al menos
aprendiera a manejar mejor mi vida ante las contrariedades cotidianas.
Si supiera
tomar en mis manos los fracasos con la madurez de un hombre. Si aprendiera a
matizar en lugar de verlo todo negro de golpe.
Si no me dejara llevar por mis pasiones e
instintos sin
poner nunca un dique al torrente…
Parece todo
tan fácil y luego en el fragor de la batalla pierdo las líneas aprendidas sobre
el papel. La tentación es fuerte y mi voluntad débil.
Me veo rígido
en lo que hago. Y poco creativo al enfrentar este tiempo de cambios, de anhelos
y esperanzas.
¿Cómo quiere Dios que viva estos días?
Quiero mirar
a Jesús en un pasaje del Evangelio. Quiero detenerme ante Él y preguntar
sorprendido como hace la samaritana: “¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber
a mí, que soy samaritana?”.
Me asombra
que Jesús se detenga ante mí y se interese por mi vida. Miro a Jesús y lo
imagino mirando mi vida con bondad.
Quiero dejar
que el alma se llene de su presencia. Lo veo detenido ante mi pozo. Lo miro
caminando junto a mí por las calles de mi alma. Tiene sed de mí, de mi amor, de
mis palabras, de mis sonrisas.
Lo veo predicando en mi corazón la
esperanza para que nunca deje de creer. Jesús es misericordioso y mi corazón se llena de alegría al
escuchar sus palabras.
Tiene mucho
que perdonarme hoy porque he pecado mucho, porque me he alejado, porque no he
dejado que estos días transformen mi alma por dentro.
He vivido de
espaldas a Dios y Él se detiene ante mí porque tiene sed. Necesita
mi sí, mi entrega, mi vida. Quiere mi alma enferma. Mis brazos rotos.
Así es Jesús.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia