Reconocer un error y perdonarte es el inicio de algo que puede ser mejor de
lo que pudiste imaginar
![]() |
Juli-cc |
El fracaso, la
desilusión, el desengaño son parte del camino que recorro. Jesús nunca me
prometió éxitos seguros, ni una paz sin tensiones.
Tampoco me dijo
que mi vida estaría llena de bendiciones, lejos del mal que temo. No me aseguró
que no iba a tropezar nunca. No me habló de logros sin ruptura.
Es cierto que
hay temporadas en mi vida en las que no sucede nada especial, todo va sobre
ruedas. Alcanzo las cimas soñadas. Logro besar la meta de ciertos logros.
Sonrío lleno de felicidad y siento que triunfo. ¡Qué humanos somos!
La vida, como
la de Jesús en ocasiones, está llena de momentos de reconocimientos y aplausos.
No siempre la victoria es esquiva. Y si es así, ¿por qué me asusta tanto la
posible derrota?
Hay veces en mi
vida en las que todo transcurre sin tensiones, sin sobresaltos. Un año igual
que el anterior. Un mes igual al pasado. Un día tras otro sin que nada nuevo
suceda.
Y de repente
todo se tuerce, cambia, toma otro rumbo, irrumpe el dolor, la
enfermedad.
Me quedo
mirando a Jesús. Veo sus pasos que se alejan en una dirección y yo le grito:
“Te seguiré, Señor, adónde vayas”.
En esos
momentos mi alma tiembla al presentir cambios. Me asustan las dificultades
unidas a esas huellas de Jesús. Temo el dolor de las derrotas.
Tal vez aún no
sé vivir con alegría las pérdidas. Y esa actitud mía no me deja ser feliz.
¿Cómo lograré ser positivo después de un traspiés, de un desengaño, de una
derrota? ¿Cómo me puedo levantar después de la caída como si nada hubiera
sucedido?
No me resulta
tan sencillo volver a empezar.
Es verdad que
detrás de toda tormenta vuelve la calma. Un mar revuelto en medio de la
tempestad se apacigua súbitamente y las olas dejan de zarandear mi barca.
Quiero aprender
a vivir las tormentas del alma como un camino de crecimiento espiritual. Para eso tengo que mirar el fracaso a la cara con humildad, sabiendo
que es pasajero.
No me turbo.
Quiero aceptar que no hice todo lo que podía, no asumí con madurez mis
responsabilidades, no me hice cargo de mis deberes.
Pasé de largo
por lo que me exigía algún esfuerzo. Y pensé que
podía hacer yo solo ciertas cosas, sin ayuda de nadie, pero en verdad no podía.
Abusé de mi
poder y exigí a los demás lo que no podía ser exigido. Usé a las personas
cuando me eran útiles, en lugar de ponerme a su servicio. Y las dejé de lado, cuando dejaron de ser útiles.
Creí que era a
mí a quien seguían los hombres aduladores con sus halagos. Y me olvidé
de que todo es por Jesús, sólo por Él y no por mí.
Me creí que con
mis dones naturales bastaba para hacer crecer su Reino, sin buscarlo a Él cada
mañana para ponerme manos a la obra. Me vacié, sin lograr beber de
ninguna fuente interior.
Imaginé que
estaba más capacitado para la vida, de lo que realmente estaba. Soñé
mucho, alcancé poco. Pocos frutos recogen mis manos. Necesito
reconocer mis errores para aprender de ellos.
Tengo que
aceptarlos como parte de mi historia. Y perdonarlos. Sí, ¡Cuánto me
cuesta perdonarme a mí mismo cada vez que fracaso!
Sé que podía
haberlo hecho mejor. Podía no haber herido a nadie. Podía no haber hablado.
Podía haber hecho otras cosas.
Pero hice lo
que hice. Ya no puedo cambiar el pasado. Actué de forma incorrecta.
Dije lo que no correspondía. Ahora no hay vuelta atrás.
Sé que sólo el
perdón me sana. Necesito perdonarme y también pedir perdón. Lo
paso por alto.
Quiero aprender
a reconocer públicamente que no lo hice todo bien. Quiero pedir
disculpas a aquellos a los que herí con palabras, con gestos u omisiones.
Pasé de largo
ante ellos sin darles mi cuidado. O hice creer que los iba a cuidar y me olvidé
de ellos. Creé expectativas nunca colmadas.
Necesito mirar
con paz mi pasado para estar sano. Sé que Dios construye a través de
mis debilidades. Con mi barro cambia el mundo.
De mis heridas
brota una vida que es su gracia que me salva. Esa forma de ver la fragilidad y
la miseria eleva mi corazón y me permite madurar a partir de mi fragilidad
hecha de carne.
Otras
veces me he desilusionado al ser herido, difamado, despreciado,
infravalorado. La herida del valor duele en lo más hondo.
Quería ser más
reconocido por los demás. Necesitaba más afecto, más abrazos, más miradas. Pero
no recibí halagos sino críticas. Me alejé desilusionado.
La desilusión
puede envenenar el alma. Tenía expectativas. Entonces necesito mirar mi
corazón y perdonar. Si no perdono a los que me han hecho daño, incluso
sin saberlo, sé que el rencor acabará llenándome de tristeza.
¡Qué importante
es el perdón para navegar con paz por los mares de Dios! ¡Qué importante para
que pueda yo sembrar paz a mi alrededor! Comenta el papa Francisco en relación
con las crisis en el matrimonio:
“Exigen un
camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del
perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado
las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores“.
La culpa no es
sólo de los demás. Yo habré contribuido en algo. Con mi forma de
mirar, con mi sensibilidad. Sin perdón no avanzo.
El rencor me
llena de amargura y saca lo peor de mi
interior. El rencor no me deja levantarme ni volver a empezar.
Las tormentas
del alma son oportunidades para crecer. Es el camino
por el que me llevan las huellas de Dios. No dudo de su amor. Sé que se han
abierto nuevas rutas para que pueda madurar en mi vida
espiritual.
En los éxitos,
en los halagos, en las victorias no crezco tanto. Aumentan mi autoestima, eso
sí, pero creo que el orgullo me puede cegar. Acabo pensando que todo es gracias
a mis talentos y valores.
¡Qué lejos
estoy de la santidad a la que Dios me llama! Esa santidad es obra de Dios en
mí. Jesús construye sobre mis derrotas. En las noches de mi alma aparece su
rostro para iluminar mis pasos. Me da paz saber que nunca voy a caminar solo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia