Cada uno de nosotros está llamado a una relación personal e
íntima con Dios, en el secreto de nuestro corazón
¿Por qué no aprovechar la cuarentena por el coronavirus para
profundizar en esta relación?
Dios
ama a las personas de una en una, nunca “en bloque”. Él nos reúne en un solo
pueblo, pero ese pueblo se compone de personas únicas con las que Él quiere
vivir una historia de amor totalmente inédita.
Dios nunca creó dos seres
idénticos y nunca nos amó con un amor estándar. Cuando Jesús se dirigía a las
multitudes, todos escuchaban la misma cosa, pero a cada uno le tocaba de forma
personal.
A todos nos han dado el
mismo Evangelio, pero cada uno lo recibe con las gracias que le son propias, en
función de la vocación particular y que no atañe a los otros. Es un secreto
entre el Señor y esa persona.
Cada uno tiene una relación particular con Dios
Dios
da a cada uno lo que es bueno para esa persona y solo para ella, en su debido
tiempo y forma. A lo largo de nuestra vida, Él nos revela con paciencia
y discernimiento aquello
que somos capaces de comprender.
Nos
hace avanzar a nuestro propio ritmo, sin compararlo con el de los demás. No nos
corresponde medir, mucho menos controlar, aquello que Dios hace en nosotros.
Con frecuencia, todo sucede
sin que nos percatemos: nunca sin nosotros, nunca a pesar de nosotros, pero de
manera tan discreta que nos pasa desapercibido.
Así, cuando rezamos, lo más
importante no es lo que se vea en el exterior, ni siquiera lo que percibamos en
el interior: lo más importante es el trabajo silencioso
de Dios,
“más íntimo a nosotros que nosotros mismos” (san Agustín).
Dios no se impone. Se dirige
siempre a nosotros con una gran discreción para respetar nuestra libertad. Tampoco intenta engañarnos
ni forzar nuestra mano.
“Yo
estoy a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa
y cenaremos juntos. Al vencedor lo haré sentar conmigo en mi trono, así como yo
he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap 3,20-21).
Si nadie abre, Dios se queda
en la puerta: Él no nos obliga a recibirle. Nadie puede saber si yo he abierto
mi puerta al Señor ni hasta qué punto lo he hecho.
Y yo no puedo saber si los
demás la han abierto, aunque esas personas sean muy próximas a mí (cónyuge,
hijos, amigos).
Aprovechar el silencio para escuchar mejor al Señor
Dios
no hace ruido, para no asustarnos. No se esconde, sino que se hace muy pequeño,
para no humillar a quien se dirige. Para revelarse a nosotros, se hace humano, “paciente
y humilde de corazón”
(Mt 11,29).
Su palabra no es atronadora,
es dulce como “una brisa suave” (1
Reyes 19,12).
Por tanto, debemos callarnos
para escucharle,
debemos retirarnos a la “habitación” de nuestro corazón.
“Tú, en
cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu
Padre que está en lo secreto” (Mt 6,6).
Pero
no nos retiramos a nuestra “habitación” para quedarnos enclaustrados, cerrados
sobre nosotros mismos o acurrucados en una cómoda conversación con Dios.
Entramos
en nosotros mismos para recibir ahí todo lo que luego nos permitirá actuar y
amar a nuestros hermanos, en lo concreto de la vida cotidiana.
El confinamiento,
precisamente, puede ser un periodo propicio para descubrir el esplendor del
silencio, para saborear la alegría de un momento de soledad o para descubrir el
gusto de la lectura.
Involucrar a los niños
Esta
educación en la interioridad implica una gran discreción por
nuestra parte. Si somos padres, debemos permitir que cada uno de nuestros hijos
escuche la llamada de Dios y la responda.
Sin embargo, no tenemos por
qué saber qué viven en su “corazón a corazón” con Dios, aunque sean pequeños.
Y esto no es necesariamente
fácil. Porque tenemos que ser atentos y estar disponibles para poder ayudarles
cuando y como lo necesiten y, al mismo tiempo, permanecer respetuosamente en el
umbral de su jardín secreto.
Por
Christine Ponsard
Fuente:
Aleteia