Cuando una persona se acepta y se quiere tal y como es, puede
darse sin miedo, orgullo ni vanidad
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Ilya Mirnyy/Unsplash | CC0 |
Tengo claro que no quiero ser vanidoso. Incluso si
me lo llaman diré que no es cierto, que no lo soy. Puede que se equivoque quien
me juzga. O quizás soy yo quien no veo las intenciones escondidas en mi alma.
¿Seré de verdad vanidoso?
El orgullo y la soberbia se esconden en los
pliegues de mi corazón.
Y al mismo tiempo me doy cuenta de lo verdaderamente importante en la vida.
Es la
humildad lo que todos valoran en los demás. Pero aun teniéndolo claro veo cómo
son pocos los que quieren cultivar ese rasgo en su personalidad.
Como si la
humildad estuviera asociada con la debilidad, con la pusilanimidad o la
fragilidad. Me evocan un alma enferma que no tiene nada en su haber de lo que
poder gloriarse.
Jesús me pide que sea manso
y humilde de corazón. Pero mi orgullo me lleva a ser poco
manso y a buscar el reconocimiento. Me vuelvo competitivo. El padre José
Kentenich decía:
«Si quiero llegar a ser humilde, debo saber
primeramente que soy alguien, debo saber que represento algo con consistencia
propia. De otro modo, no puedo cultivar una humildad adecuada. Lo que tendré en
ese caso será siempre, en el fondo, una conciencia de inferioridad»[1].
Sin complejos
La humildad tiene que ver con la verdad. No quiero caer en la falsa modestia.
Si hago algo bien no necesito ocultarlo. Lo importante es que lo viva con
libertad, sin complejos y sin creerme importante.
No quiero
caer en la vanidad y el orgullo. Pero a veces pretendo que no destaque el que
destaca. Deseo que no triunfe el que triunfa. Que no sea alabado el que hace
algo bien. El problema entonces es mío. Como esa monja que decía:
«Clavo que sobresale en comunidad con un
buen martillazo se iguala».
La envidia me
hace mucho daño. Logra que desee el mal de otros. O que no obtengan demasiados
bienes. Me comparo y pienso que los demás son más amados, más valorados, más
tomados en cuenta que yo.
«La envidia es la tristeza por un bien que
posee el prójimo en cuanto implica un menoscabo o un perjuicio para uno mismo»[2].
La envidia
entristece mi ánimo, nubla mi espíritu y me quita la paz. La humildad entonces
tiene que ver con mi verdad.
Necesito aceptarme
y quererme como soy. Amarme en mi valor, para poder darme sin miedo. Ser
yo mismo sin pretender que todos me amen.
No quiero
caer en la vanidad ni en el orgullo. No me dará más felicidad ser mejor que
otros. No me hará sentir mejor el fracaso de los que brillan. Eso no es lo
importante.
Lo que vale
es ser yo mismo y ser fecundo siéndolo. No es necesario que oculte mis dones y
talentos. Dios los puso en mí para que los entregara. No lo hago por vanidad,
sino por amor a la vida, al servicio.
Esa actitud del corazón es la que deseo.
Miro a Jesús en su verdad. Él sólo me pide
que sea manso y humilde de corazón. Que no busque el reconocimiento ni la
alabanza. Que no pretenda ser mejor que nadie.
Concentrar fuerzas
Sólo me pide que sea experto en lo que sé
hacer bien. Experto en el amor, en la entrega. Experto en ese don que ha
sembrado en mi alma.
Un
conferenciante explicaba, citando a Malcolm Gladwell, que para alcanzar la
excelencia en una materia, uno debe acumular de diez mil horas de práctica.
Puedo ser experto en el don que tengo, si
lo cultivo. Puedo
ser experto en alegría, si invierto muchas horas siendo alegre. Pero puedo ser
experto también en la queja, si no dejo de quejarme todo el día.
Es importante que sea experto en dar el don
que Dios ha puesto en mi corazón. No
quiero guardarme lo que tengo alegando que sólo busco ser humilde.
Estoy siendo
egoísta cuando no comparto lo que Dios me ha dado.
Puede que en
algún momento Jesús me pida que renuncie a entregar mi talento. Pero que no
suceda porque busco, amparado en una falsa modestia, pasar desapercibido. Eso
no es lo que Dios quiere.
La fuente de mi riqueza personal
Quiero cuidar no caer en la vanidad. La
humildad es un don de Dios que suplico cada día. Un don que brota de una
experiencia sanadora: saberme amado profundamente por Dios y amado por los
hombres. Ese amor me salva.
No necesito mendigar reconocimiento ni exigirlo.
La humildad
me hace consciente de mi pobreza. Soy niño, pobre, hijo. Es Dios el que conduce
mi vida y me lleva hasta su corazón. Su carne, su cuerpo, son mi camino de
santidad. La pobreza es el camino que tengo para tocar mi debilidad.
La experiencia de la humillación me acerca
con facilidad a la humildad. Cuando
soy difamado, criticado, o juzgado soy más humilde.
A veces me defiendo pretendiendo defender
la verdad. Jesús guardó silencio. Fue manso y humilde. Es lo que me pide. Que acepte con
humildad las críticas, aunque sean falsas. Los juicios, aunque no se
correspondan con la verdad.
Jesús vivió
esas humillaciones y me ha mostrado el camino que he de seguir. Deseo esa
humildad unida al amor. Comenta el Padre Kentenich:
Humildad
amando mi verdad. Sin rencor hacia nadie. Sin desprecio hacia los demás. Estoy
llamado a ser humilde y lleno de compasión.
[1] King, Herbert, King
Nº 2 El Poder del Amor
[2] King, Herbert, King
Nº 2 El Poder del Amor
[3] Comunidad internacional de
Empresarios y Ejecutivos schoenstattianos
[4] J. Kentenich, Milwaukee
Terziat, N 21 19er
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia