Brotan con facilidad la rabia, los gritos, las palabras fuera de lugar
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apid | Depositphotos |
Me asusto
muchas veces al ver sentimientos en mí que creía superados. O al descubrir bajo
la piel miedos inconfesables. O percibir pasiones desbordantes que creía
controladas. ¿No estaba ya todo educado en mí? ¿Educar significa reprimir lo
que no me gusta de mí, lo que simplemente no acepto o es algo más?
Recuerdo en una
ocasión a un seminarista ya ordenado diácono despidiéndose del seminario. Al
irse comentó: «La educación en mí no ha resultado». Me quedé pensando. Después
de tantos años de camino, después de todo lo vivido, después de dejarme educar
por Dios, por mis formadores, por mis hermanos, ¿me siento ya una persona
educada?
Me duele
detenerme a observar mi ira, mi rabia, ese sentimiento tan negro que pensaba
que no existía dentro de mí. Me veo por fuera manso, pero por dentro veo que no
lo soy. Brotan con facilidad la rabia, los gritos, las palabras fuera
de lugar. ¿Estará todo mal en mi autoeducación? ¿Habré fracasado en el
intento? ¿Soy sólo el hombre refinado y educado que quiero mostrar hacia fuera,
todo bajo control, como cuando voy de visita? ¿O soy también ese otro lleno de
impulsos ingobernables, que se desborda en sentimientos difíciles de contener
dentro de un molde?
Educar es mucho
más que reprimir. Cuán a menudo he visto a personas aparentemente mansas
confesarse de estallidos abruptos de ira. ¿Estarán exagerando? No lo creo.
Seguro que bajo su aparente calma hay un mar revuelto de emociones, un mundo
interior lleno de fuego. Y estalla cuando aflojan las barreras que intentan
contener el mar.
No quiero
simplemente ahogar mis sentimientos más profundos. Leía el otro día: «Las
emociones, especialmente cuando no son escuchadas y educadas, tienen la
peculiar característica de propiciar una reacción exagerada con respecto al
hecho originario. Cuando una reacción es desproporcionada, es señal de que
su causa era fundamentalmente interior, que está emergiendo algo muy personal,
desencadenado por una causa ocasional, generalmente irrelevante. Una
reacción exagerada (y quien observa desde fuera se da cuenta de ello
fácilmente) indica que hay algo no resuelto que anida en el interior como un
polvorín presto a estallar: ¡basta una insignificante cerilla para que se
produzca el desastre!».
Miro lo que
todavía en mi interior no está superado. Hay emociones que provienen de
rencores guardados en el alma. Siento que el perdón no ha resultado. Sigo sin
perdonar y la herida provoca emociones que se desbordan.
Tengo que ser
un observador paciente de mi alma. Descubrir las corrientes interiores que
fluyen bajo la piel. No negarlas, no ignorarlas. Solo me queda hacer consciente
lo que siento, aceptarlo y entregárselo a Dios. No lo niego, no lo tapo con mis
manos como si no existiera. No quiero olvidarlo porque cuando menos lo miro más
fuerza adquiere.
Hoy escucho que
«hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto». Yo
también gimo en mi interior con dolores de parto. No todo está ordenado dentro
de mí. Sé que en el cielo será distinto. Pero ahora mi pecado hace brotar en mi
interior sentimientos que me descolocan, me asustan, me incomodan. No los
ignoro, pero tampoco me asusto.
No soy una
persona sin solución. Dios me quiere como soy, también con ese volcán que tengo
en mi alma. También ese yo que pocas personas conocen. Dios sí conoce
toda mi verdad, todos mis exabruptos, todas mis negaciones y mis miedos. Ha
mirado mi alma con mirada compasiva y me recuerda que soy más que lo que
siento, más que lo que no me gusta de mí y que aflora a la superficie en días
de tormenta. Me mira con paciencia. Me ama con profundidad.
No quiero negar
lo que veo en mí. Se lo entrego a Dios para que me calme y haga nacer el perdón
con la paz en lo más profundo de mi alma. Reconozco que la educación de Dios en
mí no ha acabado. No acabará hasta que cruce la puerta del cielo, hasta que
exhale mi último aliento y sienta que lo he dado todo.
Mi corazón que
ama hasta el extremo no conoce de medidas razonables y prudentes. Tiene la
fuerza interior de los volcanes, esa velocidad terrible de los vientos. Busca a
Dios escondido en mi alma y en el alma de tantos. Y recorre los caminos de su
mano, calmado en su pecho.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia