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Una mujer
sueña con tener un hijo en sus brazos mucho antes de haberlo concebido. Y
cuando por fin lo tiene, lo ama aunque aunque no haya recibido su primera
sonrisa.
Con Dios es
lo mismo.
Él pensó en
nosotros mucho antes de que surgieran las montañas y, hoy, no deja de decirme: “¡Te
quiero!”. Esta palabra de amor pronunciada día y noche
desde el fondo de mi corazón es la razón de mi existencia.
Una verdad
para meditar en cuanto despertamos.
Los padres,
reflejos del Misterio de Dios
Los padres
pueden tener muchos hijos pero a todos los aman profundamente. ¡Qué sufrimiento
en su corazón cuando uno de ellos se imagina ser menos amado que sus otros
hermanos y hermanas!
¿Entonces,
Dios? Dios nos ama también de
manera absolutamente original.
Incluso
cuando tenemos la impresión de que en alguna circunstancia nos ha olvidado,
creemos que está haciendo todo por nuestro propio bien.
¡Qué error
cometemos cuando envidiamos a un vecino con el pretexto de que posee talentos
maravillosos o que disfruta de un entorno excepcional!
A
pesar de las apariencias a menudo contrarias, nadie es menospreciado en su
familia.
Las
tonterías que cometen los adolescentes no impiden a sus padres amarles. ¡Qué
alegría en el corazón de un padre cuando puede por fin abrazar al hijo pródigo
que vuelve de su fuga!
Pues bien,
Dios se alegra igual cuando le pedimos perdón por habernos alejado de Él
durante años.
Y es, con
frecuencia, después de haber cometido alguna falta estúpida cuando nos damos
cuenta por fin de con cuánto amor nos quiere. ¡Un amor
incondicional!
El orgullo
que experimentan los padres ante los éxitos de sus hijos les permite adivinar
la alegría del Padre ante la generosidad de sus criaturas.
La Biblia
afirma explícitamente que Él “se alegrará por ti con cantos” (So 3,17), y que “se complace (…) en los que
confían en su gran amor” (Sal 147,11).
Pedir ayuda
al Señor
Y qué decir
de la ambición que
reside en el corazón de los padres: cuántos no escatiman esfuerzos para que sus
hijos tengan una vida mucho mejor que la suya.
La ambición
del Señor es infinitamente mayor. Él se propone darnos un corazón ardiente de
amor.
Sólo hace
falta pedirle con confianza e insistencia, abriendo nuestro corazón a la
invasión del Espíritu Santo, que quiere derramar su amor en él a través de
Jesucristo, su amado Hijo.
Por tanto,
no olviden, padres, que Dios prepara para sus hijos unas sorpresas mucho más
formidables que las que ustedes sueñan darles. Jesús mismo lo dice:
Si
ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre
del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (Lc 11,13).
Por
el abad Pierre Descouvemont
Fuente: Edifa






